Franco había redescubierto cuanto amaba cuidar el sueño de su esposa. Observar el movimiento tranquilo de su respiración, escuchar los pequeños sonidos que provenían de su boca entreabierta... Y lo que más le gustaba; analizar cada pequeño detalle de su rostro.
Había temido olvidar su rostro, que su recuerdo comenzase a difuminarse y se perdiese junto a su cordura.
No hubo día que no repasase cada rasgo, cada lunar, cada pequeña arruga... Lo había grabado tan profundamente dentro de su ser, que lo único que le ayudó a soportar sus años en prisión, fue cerrar los ojos y observar a su esposa. Pero ya no necesitaba de recuerdos, ahora solo bastaba con mirarla, y eso es lo que llevaba haciendo desde que volvieron del hospital.
Puede que en sus años de ausencia el rostro de su esposa hubiera cambiado, pero no así su tozudez, la cual permanecía intacta y para muestra el incidente que sufrió cuando, ignorando toda advertencia, se subió en uno de los caballos salvajes que recién habían adquirido.
Una aparatosa caída que le ocasionó un fuerte golpe en la cabeza, así como otras magulladuras de menor importancia, la llevaron al hospital, donde para alivio de todos el doctor les indicó que no era nada de lo que debieran de preocuparse. Aun así, este les ordenó un estricto tratamiento para controlar los dolores y otras posibles afecciones.
Sara, que no era muy dicha a tomar ningún tipo de medicación, con la primera píldora había caído completamente rendida, y en su primera hora en los brazos de Morfeo, Franco optó por dejarla dormir tranquilamente mientras él tranquilizaba a sus hijos a través de interminables llamadas de teléfono.
Andrés se había mudado a Canadá con Albin y por fin empezaba su carrera para convertirse en el mejor compositor del mundo. Una vez que su primogénito comprendió que Rosario solamente le había contratado por ser quien era y no por su talento, no dudo en emprender el sueño que había paralizado cuando las malas intenciones de esa mujer se entrometieron en su camino.
La conversación con Gaby fue más larga, esta se empeñaba en tomar el primer transporte que saliera en dirección a San Marcos para comprobar en primera persona que su mamá estaba bien. Habían animado a su pequeña en la decisión de cambiarse de universidad por una en la capital, ya que esta había sido incapaz de retomar su rutina tras lo ocurrido con Demetrio Jurado y la muerte Nino Barcha. Comenzar en un lugar nuevo con amistades diferentes le estaba viniendo de maravilla.
Era ley de vida que los hijos volasen del nido, y ahora que Sara y él se habían vuelto a quedar solos, había llegado el momento en que él se encargase del cuidado de su esposa.
Jamás podría recompensar todo de lo que Sara se había hecho cargo en su ausencia como la administración de la hacienda, lidiar con los problemas familiares, y especialmente, el cuidado de sus hijos. La había abandonado en la época más complicada en la vida de unos adolescentes, y aunque a la vista estaba que sus hijos eran unas personas formidables que no le guardaban ningún rencor, Sara no le había querido contar como estos niños se le habían revelado en más de una ocasión.
No podía culpar ni a unos ni a otros.
En la historia solo había un culpable.
Franco Reyes.
Jamás se debió de haber ido, jamás debió de mantener a su esposa entre las sombras... Había sentido tanto miedo cuando comenzó a recibir las amenazas que lo único que buscó fue la separación física para que su familia no fuera dañada.
Sara le había advertido sobre ese tipo de buenos modales que llegó a su oficina ofreciéndole una oferta de negocio en Catar.
¿Quién iba a venir del otro lado del mundo a comprarnos unos caballos a nosotros?
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La familia de Sarita y Franco
FanfictionPequeñas historias independientes sobre la familia de Sarita y Franco.