Prólogo

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El rumor era atronador. El mundo temblaba y rugía. Todo parecía venirse abajo.

En medio de la oscuridad, en el lugar más profundo y recóndito de la tierra, el caos se había desatado. La visión era nula. Se oían los gritos desesperados perdidos en la oscuridad y los gemidos de terror de quienes aguardaban atrapados ahí abajo, ahogados por el estruendo que agitaba el lugar. Inquietud, conmoción, perturbación. El alboroto se había desbocado. El pánico y el horror se expandieron enseguida, como una llama enfurecida. Los desconocidos límites del espantoso lugar retumbaban, a punto de desmoronarse en cualquier momento. El grave fragor y los estragos no hacían más que aumentar. Nadie comprendía qué ocurría, y el estremecedor sentimiento de lo desconocido aniquilando en mitad de la penumbra no hacía más que aumentar el horror.

Empezaron a oírse pasos de pies descalzos sobre el frío suelo, recorriendo la opaca oscuridad sin rumbo ni dirección. Todos eran presas del pánico. Surgieron de entre el alboroto gritos de dolor que se expandían con un eco escalofriante por el húmedo y apestoso aire que impregnaba el lugar. Las grandes piedras que conformaban los muros y el techo caían al vacío desde lo alto, aplastando sin oportunidad de prever a quien fuera que pasara por ahí. Poco a poco, piedras tras piedra y grito tras grito, aquel deplorable pozo de penumbra se estaba convirtiendo en una enorme sepultura.

Durante el desesperado intento por encontrar refugio en la catástrofe, una vorágine de impactos secos contra muros y columnas u otros hombres colmaban el abarrotado interior al no saber nadie adónde ir. Una y otra vez, cualquier intento por escapar resultaba en vano. Estaban atrapados en las oscuras profundidades. Era imposible salir de ahí. No había escapatoria.

Las mustias llamas de las antorchas que solían rondar a cada rato habían desaparecido. No había luz que alumbrara el lugar, sólo caos y desesperación. No importaba el pasado ni el presente de los que se encontraban ahí, ni siquiera si eran víctimas o verdugos; todos estaban poseídos por el desespero y anhelaban ante todo salir con vida, y por ello eran aplastados por el cataclismo, uno a uno, hasta morir asfixiado por el desespero.

Las cadenas chirriaban en el suelo, los pasos inundaban el lugar, los gritos rebotaban en las quebradas paredes, los murmullos se ahogaban en el estruendo. Susurros, clamores, alaridos, lamentos, sollozos, arañazos, golpes. La furiosa oleada de locura se movía de un lado a otro, anárquica y desenfrenada El estrépito y el caos que demolían el lugar ladrillo tras ladrillo eran eternos. Aquello no parecía acabar nunca. Se prorrogaba y dilataba como la más agonizante de las torturas.

Unos pocos lograron encontrar las escaleras en medio la confusión. Otros siguieron revoloteando más abajo en la desesperación, arrastrándose por el frío y húmedo suelo o descoyuntándose en los fuertes barrotes que les aprisionaban contra las paredes y les impedían moverse desde hacía años o incluso décadas. Muchos yacían ya sepultados por las ruinas, despedazados por pedruscos de gran tamaño.

Ante la caracoleada forma de las escaleras ascendentes, algunos cayeron al vacío durante el incierto camino. Era un pasillo estrecho, con la pared temblorosa y resquebrajada a la derecha y lo desconocido y lo oscuro a la izquierda. Quienes lograron encontrar las escaleras tras largos minutos de divagar por las sombras ahora avanzaban a gachas, un escalón tras otro, temerosos de perder el equilibrio, de tropezar, de caer, de ser empujados por otros, horrorizados por el caos que se cocía abajo y por el estruendo que asolaba las alturas, de incluso lo que había más allá, a unos pocos pasos, engullido por la densa negrura que les impedía saber adónde se dirigían realmente.

Ante la destrucción, la tenue luz del exterior empezó a filtrarse entre las grietas que poco a poco iban dilatándose. Era lúgubre y anaranjada, enfermiza, casi sangrienta, pero suficiente para cegar a quienes se disponían a buscar la salida desde ahí abajo.

Llegar hasta arriba no era fácil. Las escaleras de piedra temblaban, las rodillas sangraban ante el continuo arrastre, las uñas eran arrancadas al arañar el suelo una y otra vez, las mandíbulas se desencajaban ante el pavor que los consumía. Durante el largo camino, pesados bloques de piedra irrumpieron en mitad del trayecto, impidiendo continuar o incluso aplastando a quien pasar por ahí, ignorante de lo que se aproximaba. El fuerte viento entraba desde la alta superficie y se llevaba todo a su paso, lanzando sin piedad a decenas de hombres al vacío o contra los muros rugientes, muriendo en el acto de un fuerte y seco impacto. Una ola de muerte y destrucción se desencadenó hasta asolar las profundidades en la más negra de las oscuridades. Los gritos, las clemencias y los inhumanos esfuerzo por llegar hasta la salida resultaban irrelevantes; todos acababan muriendo entre clamores, ahogados por su sufrimiento y calcinados por su depravada locura. Ante la despiadada catástrofe, la vida ahí abajo fue menguando poco a poco, muerte tras muerte, extinguiendo una vida tras otra como simples insignificancias, hasta finalmente determinar el aniquilamiento absoluto.

Y así como irrumpió de improviso, la devastación empezó a mermar, a perder fuerza, a aminorar hasta acabar por desaparecer. El miedo y el pavor fueron sustituidos por la incertidumbre en silenciosos momentos de expectación en los que no se sabía qué iba a ocurrir. De entre toda la multitud, tan sólo un único hombre logró salir de ahí con vida. Aguardó hasta la eternidad en mitad de las escaleras, agarrado a nada más que a su propio cuerpo demacrado, apoyándose contra el muro empedrado, a la espera de que aquello acabara de una vez. El rumor externo pareció alejarse del lugar, dejando tras de sí nada más que calamidad, desgracia, ruina y un despiadado silencio. Ahí dentro olía a muerte y a descomposición. Sangre, vísceras y sesos yacían en el suelo, recorriendo poco a poco los escalones en finas hileras de líquido repugnante o desperdigados por las paredes como pinturas tradicionales de los pueblos más perversos.

Y tras largos y duros minutos de un esfuerzo atroz por salir de ahí, el único hombre con vida siguió avanzando por las escaleras, un paso tras otro, sorteando los cadáveres y las piedras, hasta dar al fin con la salida. Arriba, al final de las interminables escaleras, aguardaba una salida, solapada por enormes piedras. El hombre se abrió paso entre los escombros, salió de las profundidades y se alzó con dificultad en medio del caos, asfixiado por el polvo, la sangre y la peste. Nada más pisar tierra firme, la tenue luz del sol poniente le cegó los ojos. La gruesa capa de roña y mugre que ahora era su piel ardía como una sufrida quemadura. Líquidos extraños eran expulsados de sus brazos, piernas y espalda. Aguardó en el suelo durante un rato para vomitar, hasta finalmente erguirse poco a poco y alejarse unos pasos de la entrada al pozo, abatido, desconcertado, jadeante, consciente de que era el único que permanecía con vida tras la devastadora catástrofe.

Desde lo alto de la montaña, contempló el extenso panorama que se le presentaba justo delante, ante sus ojos cansados. Un remolino colosal de viento gris revoloteaba sobre él mismo y avanzaba a toda velocidad a unas pocas millas, asolando Elengor y arrasando con todo a su paso, desbocando el caos absoluto en la tierra. Árboles, rocas, agua y polvo salían volando por los aires. Proclamaba la extinción a la ancestral vida de aquel mundo en cuestión de segundos sin clemencia ni piedad. El cataclismo se había desatado, y desde lo alto de la montaña, el hombre vigilante parecía ser el único superviviente de todo Taerus.

El sol sangrante iluminaba el panorama atroz. La flujo bermejo y encarnado se extendía por todo el cielo. Lágrimas transformadas en ceniza caían despacio desde las alturas, cubriendo la tierra de una capa grisácea y declarándole la expiración a todo lo que tocaba.

Sin casi poder dar un sólo paso y cubierto tan sólo por un roñoso y desgarrado harapo, el hombre empezó a andar descalzo y desorientado por el afilado suelo de la montaña, no sin caer al suelo alguna que otra vez y volver a levantarse de nuevo. Estaba famélico y apenas tenía fuerzas para dar un solo paso, pero sabía que debía salir de ahí cuanto antes. Dejó atrás el mar de sangre y muerte en el que se había convertido el inclemente pozo del que había logrado salir y abandonó para siempre lo que durante incontables años de tortura y aislamiento había sido su prisión en la más densa de las oscuridades y la más remota de las indiferencias.

El Eterno CometidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora