Elengor, Tierra de Nadie, yacía como un territorio muerto y abandonado.
Tras la larga cordillera de montañas, de las mesetas y de los inmensos bosques del norte, aguardaba la extensa planicie. Los árboles iban quedando atrás y el terreno rocoso aguardaba ya bajo tierra, permaneciendo tan sólo la llana tierra. Decenas de miles de millas de praderas, prados y páramos yermos. La hierba alta llegaba hasta el horizonte, sobrepasando las fronteras de la imaginación. Las cordilleras eran inusuales y las pocas elevaciones en la tierra eran simples cimas pequeñas.
Las secuelas tras la tormenta eran evidentes incluso a simple vista. Las aldeas eran algo inaudito en mitad de toda esa vasta extensión marchita, arrasadas por la tempestad y desoladas por las migraciones de supervivientes, y pocos árboles quedaban ya que proporcionaran algo de sombre bajo la tenue luz del sol durante el largo camino. Los aldeanos que habían podido huir en busca de una vida mejor no habían dejado ningún rastro, borrado por la lluvia de las últimas horas. Los cadáveres abundaban en los alrededores de las villas, dentro de las casas o en los propios campos de cultivo o de pasto. Incluso en los pulverizados caminos de tierra se encontraba aún algún que otro cuerpo ya en estado de descomposición, personas demasiado débiles para sobrevivir a la catástrofe, que murieron en el desesperado intento por escapar durante la tormenta o que fueron arrojados por sus propios familiares durante la huida del infierno en el que se había convertido Elengor.
Desde que había logrado salir de los bosques, el Marginado había cruzado gran parte de Elengor durante dos días de continua caminata. En los largos trayectos por los sombríos interiores de los bosques se valía de insectos como gusanos y luciérnagas para llenar su estómago hambriento y de pequeños arroyos o charcas camufladas entre el follaje para saciar su sed. Sin la fuerza necesaria ni armas que facilitaran el trabajo, intentar cazar incluso un simple roedor resultaba inviable. Dormía en el suelo durante las oscuras noches, sin ningún tipo de protección y acostado en mitad de la nada, sin amparo ni un fuego para calentarse, o en pequeñas grutas entre los gruesos troncos de los árboles o en las abruptas partes rocosas, bajo un techo puntiagudo e incómodo. Tras incontables años de reclusión, su cuerpo cadavérico parecía estar hecho de acero. Su mente era impenetrable, maciza o, peor aún, completamente fría e insensible.
Durante las noches donde abundaban los extraños ruidos envolventes, las sombras cruzando entre los árboles, los repentinos chasquidos y los rumores desconocidos, el Marginado debía lidiar cara a cara con el hambre, la sed y la soledad. Desacostumbrado al silencio absoluto y a la tenue luz de la noche, oía voces y débiles ruidos dentro su cabeza. Tenía la extraña sensación de que permanecía junto a alguien o que le acechaban tras la oscuridad que lo engullía ahí dentro, entre esos árboles. Durante las largas noches en las profundidades del bosque, la única luz que lograba filtrarse entre las tinieblas era el blanquecino resplandor de la luna, que penetraba desde arriba y se colaba con timidez entre las hojas de los árboles.
Ahora, al dejar atrás los frondosos bosques y dirigirse al oeste, el Marginado tuvo que vérselas con la invariable planicie. Los amplios prados ocupaban toda la extensión hasta donde el ojo llegaba a ver. Bajo el enfermizo tono del cielo nublado, la hierba se advertía grisácea, y tras la tormenta gran parte de la flora había quedado marchita. Donde antes había campos de cultivo y de pasto ahora rondaban animales salvajes como ciervos y carneros, aprovechando la ausencia de aldeanos para campar a sus anchas. Al no encontrar más insectos que seguir comiendo, el Marginado tuvo que recurrir durante su largo trayecto a las plantas de la pradera y a lo poco que quedaba en los cultivos abandonados, como acelgas, borrajas o dientes de león. Varias veces acabó vomitando y echándolo todo a perder al dar con la planta equivocada, empeorando aún más su salud. Pero su hambre era tal tras tantos días de caminar sin interrupción que a duras penas le importaba y volvía a comer, llegándose a valer incluso del propio césped que pisaba.
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El Eterno Cometido
FantasyEn medio de los tiempos convulsos que han estado mancillando la historia durante los últimos siglos, donde reina el fanatismo, la ruptura, el desaliento y el conflicto, Taerus se ve sumida en el caos por la repentina irrupción de una tormenta desco...