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Llevaba corriendo largos segundos, minutos, horas, quizá días, toda una eternidad, y aquella figura seguía alejándose, fluctuando en el espacio, incalcanzable. El camino se dilataba hasta ella, se distorsionaba, ensanchándose y encogiéndose, alargándose y reduciéndose. A lo lejos, justo delante, la figura se disipaba en el olvido. Los gritos irrumpían en mitad del caos silencioso. La desesperación le consumía, como una putrefacción interna, lenta, progresiva, sufrida, agonizante. La impotencia le forzaba a seguir adelante, a seguir avanzando con todas sus fuerzas a pesar de no lograr dar con ella. Y la figura se alejaba, desaparecía, volvía a aparecer, se deformaba, oscilaba entre las sombras y danzaba alrededor de las luces. Las tinieblas manifestadas desde los subsuelos impedían ver con claridad. Él ejercitaba al máximo cada uno de sus músculos para alcanzar de una vez por todas a quien tenía justo delante, persiguiendo a la figura hasta la eternidad, aun sabiendo que iba a ser imposible dar con ella. Atrás, a su espalda, algo le perseguía. Pero él lo ignoraba, lo prefería así, y no apartaba la mirada de la ambigua figura que danzaba ante él, a unos pocos e insignificantes pasos, a una enorme y descomunal lejanía. Sudaba, jadeaba, el corazón latiendo con vehemencia. Dejó de sentir el peso de su cuerpo. Se encontraba entumecido, temblaba. Los nervios le asfixiaban, la desesperación le devoraba. Gritos, lloros, insultos, súplicas. Todo le oprimía ahí dentro. Corría y seguía corriendo. La figura fluía, desaparecía, lloraba, imploraba. Ambos querían dar con el otro, unirse, tocarse, verse, y no hacían otra cosa que seguir alejándose. Cuanto más se esforzaban en alcanzarse, más en vano resultaba, más inútiles resultaban sus intenciones. Él maldecía, perturbado y poseído por la locura, una y otra vez. Atrás se oían las zancadas, cada vez más cerca. Berridos y rugidos. Bestias sombrías, hombres salvajes, abominaciones, engendros, tinieblas. Delante, la figura se iba difuminando. Él estiró el brazo, se esforzó una vez más, sin éxito. El pecho ardiendo, los pies sangrando. Le arañaban la espalda, le agarraban. Él intentaba zafarse, hasta que acabaron arrinconándolo, lejos de ella. Lo aprisionaron sin apenas esfuerzo, la figura desapareciendo ante él, a tan sólo unos pocos centímetros, inalcanzable, inevitable, inolvidable, mientras él gritaba y gritaba, exasperado.

—¡Orvin!

El Marginado abrió los ojos. Rizio le miraba a unos pocos palmos, con la mano apoyada en su hombro, los ojos intranquilos. Él no entendía nada. Se le quedó mirando, más sorprendido incluso que el propio koro.

En cuanto Rizio vio que el Marginado iba despertando poco a poco, suspiró, apartó la mano de su hombro y se dio la vuelta. Se sentó sobre un tronco, cansado, y clavó los ojos en el suelo, mientras el Marginado le miraba desde su sitio.

—Estabas teniendo una pesadilla —le dijo, sin retirar la mirada de la pequeña hoguera.

El Marginado aguardaba agazapado y apoyado sobre una roca, húmeda y rugosa. Empezaba a cobrar consciencia, aunque su mente seguía revuelta. Se encontraba confuso, y aún tenía dificultades para comprender qué había ocurrido.

Entonces advirtió que llevaba la capucha algo alzada y que se le asomaba la blanca tela que seguía llevando atada a su frente. Se bajó la capucha, mostrando tan sólo la parte baja de sus ojos. Echó una mirada a su alrededor. Altos e imponentes árboles, distantes unos de otros, conformaban aquel clausurado lugar. La humedad densa en el aire, la niebla circundante en los troncos, la mortal ausencia de brisa, la frescura húmeda. Hacía poco que había salido el sol, pero apenas importaba. La tenebrosidad seguía ahí, y el frío se mostraba implacable.

El Marginado se levantó, ignorando la extrañeza del momento, y se sentó junto a la hoguera para calentarse, frente a Rizio. Éste le miró con cautela. Las llamas iluminaban la tonalidad grisácea de su piel, el amarillo de sus ojos fulguroso. Las motas oscuras se distinguían en su rostro. Incluso el resplandor del fuego se percibía sombrío dentro de aquel bosque tétrico. Los débiles chasquidos de la madera quemada eran como truenos en medio del silencio.

El Eterno CometidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora