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La posada se encontraba situada en el centro de la ciudad. Ahí los estragos de la tormenta eran menores, aunque igual de evidentes. La mayoría de edificios eran de piedra, pertenecientes a familias adineradas, nobles y mercaderes de prestigio, y el núcleo de la capital se encontraba asediado por el resto de viviendas y edificios circundantes, a mayor resguardo del viento y las inclemencias de la tormenta pasada.

Las calles alrededor de la posada estaban empedradas. Era un local pequeño. En la entrada había una vieja puerta de madera gruesa tras dos pequeños escalones, en medio de dos ventanas por las que se filtraba la cálida luz del interior. Arriba, sobre la puerta, había un farolillo que iluminaba la calle en la noche, y al lado un cartel colgando. Grafemas circulares y simples, la escritura del Languir, estaban inscritos sobre la madera. "El viejo gato". Al Marginado le pareció un nombre ridículo para una posada.

Afuera, la gente abarrotaba la calle, pero no por diversión, sino por necesidad. Muchos mendigaban a quienes salían de la posada. Si tenían dinero para una simple cerveza, también lo tendrían para un pobre hombre que llevaba cinco días sin comer. Otros deambulaban por ahí, borrachos, poseídos por la locura o por el alcohol. Las voces y los gritos atestaban la zona. Ya bien entrada la noche, algunos incluso se arriesgaban a robar lo que pudieran de las tiendas ya desvalijadas, de los mercaderes o de pobres hombres que se dignaban a llevar el pan a casa para dar de comer a la familia.

El Marginado y Rizio se acercaron al lugar y entraron en la posada entre toda la multitud de desalmados. Adentro resonaban decenas de voces de todo tipo, pero nada parecido al alboroto típico de una taberna céntrica de una capital. Eran pocos los que aún tenían algo de dinero que gastar o los que tenían el suficiente ánimo tras la devastación como para ir a echar un trago. Muchos aprovechaban los pocos torgs que les quedaban para ir ahí y emborracharse y así olvidar sus recientes miserias con las que tenían que lidiar a partir de ahora.

Alrededor de seis o siete hombres aguardaban esparcidos por toda la pequeña sala, sentados a solas en oscuros rincones o en pequeños grupos, conversando en voz baja, como si escondieran algo, especulando sobre todo lo ocurrido tan sólo una semana atrás o acerca de la situación actual del reino. No había trovador que tocara ni juglar que cantara. Todo se mantenía bajo un espeso aura de melancolía y languidez.

El interior de la posada estaba iluminado por tres viejos candelabros colgando del techo, con diez velas cada una de llama tenue que desprendían una luz anaranjada. Se respiraba un concentrado olor a hombre, cebada y suciedad. Daba la sensación nada más entrar de que no se abrían los pequeños postigos en los laterales desde hacía décadas.

Tras la barra, a la derecha de la puerta, aguardaba el posador, lavando una jarra de cobre con un trapo sucio. Junto a él, encima de la barra, dormía un gato negro, muy viejo, sucio y con peladas. Tenía una oreja partida e incontables canas en su demacrado pelaje. Parecía que estaba muerto, pero sólo dormía. Al verlo, el Marginado entendió a qué venía aquel ridículo nombre de la posada.

Por un momento, las voces parecieron menguar. Los ojos se dirigieron a los dos nuevos visitantes. Un koro en Lasirion yendo a tomar algo en una posada y seguido por un extraño encapuchado saltaba demasiado a la vista. Al Marginado le inquietaba lo mucho que ambos destacaba ahí dentro, pero sabía que no tenía elección.

Rizio le hizo un gesto para que le siguiera. El Marginado fue tras él y dieron cn una pequeña esquina, en el lateral izquierdo de la sala, casi al fondo. No se sentaba nadie cerca de ahí. Se sentaron uno delante del otro. Las viejas sillas chirriaban sobre el suelo de madera, y la mesa redonda se tambaleaba al mínimo movimiento.

Rizio no se quitó el sombrero en ningún momento. Se desató el petate de la espalda, lo colgó en el respaldo de su silla e hizo un gesto discreto al posadero desde la distancia. Antes de que alguno de los dos dijera una sola palabra, el posadero llegó con dos jarras de cerveza. Las dejó sobre la mesa y desapareció. La espuma blanca salía por los lados y el líquido era de una tonalidad dorada. El Marginado no recordaba haber visto una jarra tan sucia y vieja.

El Eterno CometidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora