9

3 1 0
                                    

Fuera, el aire era fresco y húmedo. El frío asolaba la cima de la montaña y el agua de la lluvia empapaba la hierba y el terreno. La noche se cernía sobre la tierra. La luna iluminaba al otro lado, su luz casi imperceptible en la entrada de la pequeña gruta.

Rizio advirtió enseguida al Marginado en cuanto éste salió. Seguía sentado en el suelo, junto a la entrada, jugueteando con una de las flores azules que poblaban los alrededores, fluorescente y vivas en la noche. Se levantó y se volvió hacia el Marginado.

—¿Y bien? Entiendo que por el rato que has estado ahí dentro la profeta ha accedido a hablar contigo.

—Sí, ha accedido —dijo el Marginado—. Ha respondido a todas mis preguntas, o por lo menos a las suficientes.

—¿Y cuál va a ser ahora tu próximo paso?

De pronto, su inconsciencia hizo ensombrecer el rostro del Marginado. Viajar hasta Los Abismos y entrar a Gehennas para restaurar el Eterno Cometido, se dijo el Marginado para sus adentros. Ahora que no hablaba con alguien que poseyera unos conocimientos tan superiores, la misión con la que se había comprometido ya no le resultaba arriesgada, sino realmente horripilante.

Aguardó pensativo. Ante su silencio, Rizio le dirigió una mirada de extrañeza.

—Tomar el camino contrario al tuyo.

—¿Qué?

—Agradezco tu ayuda, pero ya no necesito saber nada más de ti.

El Marginado emprendió el paso y empezó a alejarse del lugar, montaña abajo.

—Espera, ¿qué ha ocurrido ahí dentro? —le preguntó Rizio, deteniéndole.

—No ha ocurrido nada.

—¿Entonces qué te pasa conmigo?

—No quiero seguir dependiendo de ti. Ya no necesito nada de nadie. A partir de ahora, puedo apañármelas solo.

—¿Entonces ya está? ¿Eso es todo? ¿Nos conocemos en Lasirion, hablamos durante un buen rato en una posada, te pago una habitación durante una noche y caminamos durante un día entero hasta aquí para que conozcas a la profeta, hablas con ella y ahora te marchas, sin más? ¿Se acabó?

—Así es.

El Marginado volvió a reanudar la marcha. Rizio le siguió, inquieto. Sus voces resonaban en medio de la noche.

—¿Qué te ha dicho? —le preguntó el koro.

—¿Quién?

—La profeta. ¿Qué te ha dicho exactamente? ¿A qué has venido a preguntarle?

—No es asunto tuyo.

—Por lo menos, ya que te he traído hasta aquí, podrías decirme algo, cualquier cosa.

—¿Tan chismoso eres? Yo no te debo nada, enano. No hicimos ningún trato. Tú me traías hasta aquí, yo hablaba con la profeta, punto final. Nada más.

—Oye, Orvin. No tienes por qué contármelo todo —siguió insistiendo Rizio dese atrás, siguiendo al Marginado allá adonde iba—. Entiendo que haya cosas que no quieras confesar. Aunque me parezca inusual en ti, supongo que habrás dejado que la profeta te lea los ojos para que te desvele el futuro. Eso lo entiendo, pero entiende tú también que puedes contarme lo que sea sin ningún tipo de riesgo. Sabes que hay cosas, las que sean, que sí puedes contarme.

—Sí, quizá tengas razón —dijo él—. Pero, aun así, siguen sin tener que importarte una mierda.

Rizio suspiró, hastiado, los ojos en blanco.

El Eterno CometidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora