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Al suroeste el terreno se volvía más abrupto. La tierra y el pasto quedaban sepultados por las rocas, y los árboles poblaban los alrededores. Eran unas tierras extensas, colmadas de vegetación y donde reinaban las incertidumbres, abiertas y amplias hasta tocar el lejano horizonte. Todo tipo de animales salvajes pululaban de un lado a otro en el desesperado intento por sobrevivir. El territorio era desigual, con sus colinas, pequeños montes, cerros y montañas. Las vistas eran diversas, y la paulatina aproximación al sur de Taerus resultaba más que evidente.

Tras el vasto páramo que asolaba el centro de Elengor, aguardaba una tierra frondosa, espesa y desigual que, tras la devastación y bajo la lúgubre luz del cielo enfermizo, se advertía salvaje, agreste e incluso cruda, con su blanquecina bruma ascendiendo desde la hierba tanto a horas como tardías tempranas del día, las bajas nubes fundiéndose con las oscuras copas de los árboles y las tinieblas proclamándose amas de la noche, devoradoras de la fuerza lunar. El viento soplaba con mayor fuerza y el frío había aumentado desde el viaje por las frondosas periferias de las cordilleras del este. Todo tipo de ruidos y rumores colmaban el lugar, llenándolo de una vida inquietante. Criaturas sombrías y desconocidas acechaban a escondidas desde cualquier lugar, a la espera de lanzarse a por su presa.

No cabía ninguna duda: la tormenta había llegado hasta ahí, y lo más seguro es que también hubiera acabado dando con el extremo sur de Taerus. Helaba la sangre con tan sólo pensarlo. Las evidencias eran más que innegables: enormes cráteres poblaban las llanuras; grandes pedazos de tierra habían sido arrancados por el vendaval; donde antes aguardaban árboles ancestrales ahora tan sólo quedaban profundos agujeros; la tierra estaba aún húmeda, empapada por la lluvia. La devastación había deformado todo Elengor. Un extraño aura de misterio reinaba en aquellos lares. Era un mundo oscuro, lúgubre como el sótano abandonado de una casa. Su gente, su fauna y su flora habían sucumbido a las sombras tras cinco días desde la tormenta. Todo se había vuelto más despiadado tras su repentina irrupción, que tan misteriosa seguía resultando y tantas pesadillas seguía despertando.

El Marginado caminaba exhausto entre la hierba marchita y bajo la tenue sombra de los árboles. Había pasado una noche en esas nuevas tierras del suroeste, y esperaba que fuera la última. Si no sufría ningún percance durante el camino, ese mismo día dejaría atrás Tierra de Nadie y llegaría a Frontera Profunda, donde se reencontraría con el mundo civilizado. Ahí esperaba encontrar algo, cualquier cosa que diera respuesta a sus inquietudes, a la persona indicada que respondiera a todo lo que él le preguntara. La curiosidad lo había arrastrado durante días por todo Elengor, y tras escapar de las profundidades no tenía otra obligación que abrirse paso entre el desolado mundo que era ahora Taerus y averiguar qué había ocurrido exactamente desde ese día. Sin comida, techo ni un deber por el que vivir, el Marginado se encontraba al borde del abismo, tambaleante, y aquello era lo único que le quedaba.

La frondosidad de alrededor empezó a engullirlo allá adonde iba a medida que avanzaba. La luz del sol apenas penetraba entre las copas de los árboles. Las ramas y la tierra crujían bajo sus pies tras cada paso que daba. A cada rato, un extraño sonido desde la distancia le llamaba la atención. El Marginado se daba la vuelta y agudizaba la vista, sin nunca llegar a ver nada. Tras las decenas de árboles que se erguían desde el suelo, sólo se advertía un fondo oscuro y ambiguo. Aquellos bosques frondosos e inciertos resultaban inquietantes desde afuera, pero perturbadores una vez uno se adentraba en ellos. No se percibía nada bajo los arbustos ni entre los árboles; ni un sólo alma más que la del Marginado vagaba en ese momento por ahí. Y aun así, un ligero sentimiento de desconfianza le susurraba constantemente al oído desde que se había decidido a entrar en el bosque.

El espeso silencio que reinaba ahí dentro se vio interrumpido cuando el Marginado dio con un estrecho riachuelo que torcía desde más alto, a la derecha, hacia allá donde él se dirigía. El sonido acrílico inundaba el lugar y se esparcía por el aire como la bruma de la noche. El riachuelo descendía pendiente abajo, hacia lo desconocido, danzante. Una gruesa capa de verdín cubría las piedras húmedas de alrededor.

El Eterno CometidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora