Capitulo 12

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Maia nunca había confiado en los chicos guapos, motivo por el que odió a Jace Wayland la primera vez que puso los ojos en él. Su hermano gemelo, Daniel, había nacido con la piel color miel y los enormes ojos oscuros de su madre, y había resultado ser la clase de persona que pega fuego a las alas de las mariposas para contemplar cómo arden y mueren mientras vuelan. También la había atormentado a ella, de modos pequeños y nimios al principio, pellizcándola allí donde los moretones no se verían, cambiando el champú de su botella por lejía. Ella había acudido a sus padres, pero no la habían creído. Nadie lo habría hecho, mirando a Daniel; habían confundido la belleza con la inocencia y la bondad. Cuando le rompió el brazo en noveno, ella huyó de casa, pero sus padres la llevaron de vuelta. En décimo, a Daniel lo atropelló un conductor que lo mató en el acto y se dio a la fuga. Al lado de sus padres junto a la tumba, Maia se había sentido avergonzada por el abrumador alivio que sentía.

Dios, se dijo, sin duda la castigaría por alegrarse de que su hermano hubiese muerto.

Al año siguiente, él lo hizo. Maia conoció a Jordan. Cabello largo y oscuro, delgadas caderas en unos vaqueros desgastados, camisetas de rockero indie y pestañas como las de una chica. Jamás se le ocurrió que fuera a interesarse por ella; los de su tipo, por lo general, prefieren a las chicas pálidas y flacuchas con gafas, pero a él pareció gustarle su figura rellenita. Entre un beso y otro le dijo que era hermosa. Los primeros meses fueron como un sueño, los últimos como una pesadilla. Se volvió posesivo, dominante. Cuando se enojaba con ella, gruñía y le soltaba un guantazo en la mejilla con el dorso de la mano, dejándole una marca como si tuviera demasiado colorete. Cuando intentó romper con él, la empujó y la tiró al suelo en su propio patio delantero, antes de que ella corriera adentro y cerrara la puerta de un golpe.

Más tarde, hizo que la viera besando a otro chico, sólo para que quedara claro que todo había terminado entre ellos. Ya ni siquiera recordaba el nombre de aquel chico. Lo que sí recordaba era ir andando a casa aquella noche, con la lluvia cubriéndole los cabellos de delicadas gotitas, y el barro salpicándole las perneras de los pantalones, mientras atajaba por el parque cercano a casa. Recordaba a la figura oscura que había salido como una exhalación de detrás del tiovivo de metal, el salvaje dolor mientras aquellas mandíbulas se le cerraban sobre la garganta. Había chillado y forcejeado, con el sabor de su propia sangre en su boca, aullando: «Esto es imposible. Imposible». No había lobos en Nueva Jersey, no en su vecindario, no en el siglo XXI. Los gritos hicieron que aparecieran luces en las casas cercanas, encendiéndose una tras otra. El lobo la soltó, y de las fauces le colgaban hilos de sangre y carne desgarrada. Veinticuatro puntos de sutura más tarde, Maia estaba de vuelta en su dormitorio rosa, con su madre revoloteando a su alrededor ansiosamente. El doctor de urgencias había dicho que el mordisco parecía el de un perro grande, pero Maia sabía bien lo que era. Antes de que el lobo se hubiera vuelto para huir, había oído a una ardiente y familiar voz que la susurraba al oído.

—Ahora eres mía. Siempre serás mía

Nunca volvió a ver a Jordan; él y sus padres se habían mudado. Ninguno de sus amigos sabía o quiso admitir que sabía dónde se habían ido. Sólo se sorprendió a medias la siguiente luna llena, cuando empezaron los dolores: dolores desgarradores que le recorrieron las piernas de arriba abajo, obligándola a caer al suelo, y le doblaron la columna vertebral como un mago doblaría una cuchara. Cuando los dientes se le cayeron de golpe de las encías y tintinearon contra el suelo como canicas derramadas, se desmayó. O creyó que lo había hecho. Despertó a kilómetros de distancia de su casa, desnuda y cubierta de sangre, con la cicatriz del brazo palpitando como un corazón. Aquella noche saltó al tren que iba a Manhattan. No fue una decisión difícil. Si ya era bastante malo ser birracial en un vecindario conservador, a saber qué le harían a una mujer lobo.

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