Jace no soportaba que otras personas se preocuparan por él. Le hacía pensar que tal vez hubiera algo de lo que preocuparse. La puerta de la biblioteca estaba entreabierta. Sin molestarse en llamar, Jace entró. Siempre había sido una de sus estancias favoritas del Instituto; había algo reconfortante en su anticuada mezcla de accesorios de madera y de latón, y en los libros encuadernados en cuero y terciopelo, alineados a lo largo de las paredes como viejos amigos aguardando su regreso. Una ráfaga de aire frío le azotó en cuanto la puerta se abrió. El fuego, que por lo general llameaba en la chimenea durante todo el otoño y el invierno, era un montón de cenizas. Las lámparas estaban apagadas. La única luz entraba a través de las estrechas ventanas con persianas de lamas y por la claraboya de la torre, en lo alto. Sin quererlo, Jace pensó en Hodge. De vivir él aún allí, la chimenea estaría encendida, y las lámparas de gas también, proyectando tamizados charcos de luz dorada sobre el suelo de parquet. El mismo Hodge estaría repantigado en un sillón junto al fuego, con Hugo en un hombro, un libro apoyado a su lado... Pero sí había alguien en el viejo sillón de Hodge. Un alguien delgado y gris que se alzó del asiento, desenroscándose como la misma gracilidad que la cobra de un encantador de serpientes, y se volvió hacia él con una sonrisa fría. Era una mujer. Vestía una larga y anticuada capa gris oscuro que descendía hasta la parte superior de sus botas. Debajo llevaba un traje entallado color negro pizarra con un cuello mandarín, cuyas almidonadas puntas le presionaban el cuello. El cabello era de una especie de rubio pálido incoloro, firmemente recogido hacia atrás con pinzas, y los ojos eran inflexibles esquirlas grises. Jace pudo sentirlos, como el contacto con agua helada, cuando la mirada de la mujer pasó de los vaqueros mugrientos y salpicados de lodo al rostro magullado, a los ojos, y se quedó fija allí. Por un segundo, algo radiante titiló en la mirada, como el resplandor de una llama atrapada bajo el hielo. Luego desapareció.
—¿Eres el chico?
Antes de que Jace pudiera responder, otra voz contestó: era Maryse, que había entrado en la biblioteca detrás de él. Jace se preguntó cómo era que no la había oído acercarse, y se fijó que Maryse había cambiado los tacones altos por unas zapatillas. Vestía una larga bata de seda estampada, y sus labios formaban una fina línea.
—Sí, Inquisidora —respondió—. Éste es Jonathan Morgenstern.
La Inquisidora avanzó hacia Jace como un humo gris flotando en el aire. Se detuvo frente a él y extendió una mano; los dedos largos y blancos recordaron al chico a una araña albina.
—Mírame, muchacho —ordenó, y de improviso aquellos dedos largos estaban bajo su barbilla, obligándolo a alzar la cabeza; la mujer era increíblemente fuerte—. Me llamarás Inquisidora. No me llamarás ninguna otra cosa. —La piel alrededor de los ojos era un laberinto de finas líneas igual que grietas en pintura. Dos surcos estrechos discurrían desde los bordes de la boca hasta la barbilla—. ¿Entendido?
Durante la mayor parte de su vida, la Inquisidora había sido una figura distante y medio mística para Jace. Su identidad e incluso muchos de sus deberes quedaban envueltos en el secretismo de la Clave. Jace siempre había imaginado que sería como los Hermanos Silenciosos, con su poder independiente y sus misterios ocultos. No había imaginado a alguien tan directo... o tan hostil. Los ojos parecían rebanarle, cortar en tajadas su coraza de seguridad y burla, desnudándole por completo.
—Mi nombre es Jace —dijo él—. No chico. Jace Wayland.
—No tienes derecho al nombre de Wayland —replicó ella—. Eres Jonathan Morgenstern. Reivindicar el nombre Wayland te convierte en un mentiroso. Igual que tu padre.
—A decir verdad —repuso Jace—, prefiero pensar que soy un mentiroso en un modo que me es propio.
—Ya veo. —Una sonrisita curvó la pálida boca, y no fue una sonrisa agradable—. No toleras la autoridad, igual que hacía tu padre. Como el ángel cuyo nombre lleváis los dos. —Le sujetó la barbilla con una repentina ferocidad, clavándole dolorosamente las uñas—. Lucifer recibió su recompensa por haberse rebelado cuando Dios lo arrojó a los infiernos. —Su aliento era agrio como el vinagre —. Si desafías mi autoridad, puedo prometerte que envidiarás su destino.

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Nuestro Secreto
FanfictionAlec sabia que amar a su parabatai era la mayor traición a su juramento como Shadowhunter, pero a su vez sabia que era imposible dejar de amarlo. por siete años oculto su amor hacia Jace. Todo se complica con la llegada de una pelirroja que dice ser...