UNA ENSEÑANZA DE VIDA - CAPÍTULO 20

77 24 150
                                    


A partir del momento de su partida me recuerdo como espectadora de una película. No realicé los trámites, no acudí al hospital a recoger el cuerpo. Fui a la casa de mi mamá, hice un par de llamadas pidiendo a amigos que avisaran a los demás y me encerré en una recámara a contar cuentos a mi hija.

Muchas personas circularon por la casa de mi madre ofreciendo ayuda; me pedían opinión sobre el funeral, los rezos, sobre si se sepultaría o cremaría. Yo respondía: ¡Como quieran! Porque pensaba para mis adentros: ¡Ya qué importa!

No lloré.

A medio día llegaron la abuelita Irma, Irma, Alonso, Guayo y Elba. Lety y yo fuimos por ellos a un hotel y les dimos la noticia. La abuelita Irma comentó que cuando nos vio desde el segundo piso lo imaginó pues Lety nunca usaba pantalones negros.

Por cuestión de horas no lograron verlo vivo.

Cerca de la 1 pm, me avisaron que Karlo ya estaba en la funeraria y nos fuimos para allá.

Tomé la decisión de no informar a Ale sobre la muerte de su padre en ese momento y tampoco quise llevarla al funeral así que mi madre se quedó con ella.

Acudió mucha gente: amigos, compañeros de trabajo, vecinos.

Cuando entraron mis compañeros de universidad juntos, pasó por mi mente una escena retrospectiva de la ocasión en que llegaron del mismo modo a nuestra boda.

Se acercó a darme el pésame una señora mayor que vendía tortas frente a la oficina de Karlo; solo era necesario que le dijeran que la torta era para él para que de inmediato preparara la de pavo natural a su gusto. Hace poco vi que continúa vendiendo en el mismo sitio.

Mis tíos de Oaxaca: Franci y René, padrinos de Ale, estuvieron en todo momento.

La gente me abrazaba llorando pero yo no sentía tristeza o dolor, estaba como anestesiada.

Algunos amigos de Karlo montaban guardia en las 4 esquinas del ataúd y entre ellos estaba el vigilante que nos encontramos en el aeropuerto a nuestro regreso de la Cdmx. Ese fue el detonante para que me faltara el aire y me llevaran al hospital a poner un tranquilizante.

Al sentirme mejor pedí regresar con él.

Me acerqué al ataúd y lo vi por última vez; vestía una camisa roja que contrastaba con su piel oscura, su semblante era tranquilo y parecía tener una ligera sonrisa.

32 años, era tan joven.

Norma Huerta, amiga de Karlo, se ofreció a pagar la urna y me pidió que la escogiera. Me las enseñaron y señalé una sin verla, sólo por cumplir.

El tranquilizante hizo efecto y me fui a dormir.

Al día siguiente, temprano, se hizo una misa de cuerpo presente. Después de ahí, la familia de Karlo y yo lo llevamos a cremar a Villahermosa, siguiendo a la carroza.

Una vez en el crematorio, el encargado nos condujo a la sala de espera y dijo que compraría pollo y refrescos para que comiéramos. Sin decirlo, todos coincidimos que nunca podríamos comer en esas circunstancias y nos fuimos a un centro comercial a matar el tiempo.

Nos entregaron la urna y regresamos a Cd. del Carmen.

Algo muy difícil fue ver el nombre de Karlo en los documentos: certificado y acta de defunción, recibo del crematorio, trámites con la empresa. En los textos lo nombraban finado o difunto y el típico qepd. Esas cuestiones que quizá parezcan intrascendentes son dolorosas.

Los siguientes días la gente visitó la casa ofreciendo consuelo y apoyo.

La familia de Karlo regresó a Monterrey. Lety se llevó las cenizas de su hijo para hacerle otra misa y colocarlas en una tumba familiar.

Poco a poco las visitas se terminaron porque, como es normal, el mundo no se detiene y todos deben continuar con su vida.

Una pesada realidad cayó en el momento en que Ale y yo nos quedamos solas en esa casa grande. Esa tarde tomé a mi hija y manejé hasta una playa lejana. Ale se durmió y, cargándola, me paré frente al mar.

Yo no soy la protagonista de esta historia, pero la viví día tras día por 6 años con 9 meses y ahí, viendo las olas, lloré, grité y reclamé a Dios el por qué se había ensañado con su hijo. Si, insulté a Dios hasta que me cansé y le pregunté: si de todos modos se lo iba a llevar, ¿por qué no lo hizo desde aquella primera operación?

No hubo respuesta.

A mis 29 años y con una nena de 2 años 10 meses tuve que aprender a vivir sin Karlo.

Es diciembre del 2020 y han pasado 18 años desde que él se fue.

No deseo que piensen en mí como alguien que vivió cosas terribles porque no fue así. Y no fue así porque hubo mucho amor y eso sostiene cualquier situación.

La única respuesta que tengo el día de hoy es que Karlo fue un ángel que estuvo un tiempo junto a quienes que lo quisimos y nos enseñó a amar la vida bajo cualquier circunstancia. ¿De dónde sacaba tanta fuerza y optimismo? Es que era un alma evolucionada y tocada por Dios. Es que era simplemente Karlo.

A lo largo de estos años garabateé esta historia varias veces. Empezaba y luego rompía las hojas porque no podía continuar. La platiqué superficialmente a algunas personas pero nunca entré en detalles.

¡Perdón a su madre si la hago revivir esto!

¡Perdón Ale por no habértela contado antes tal cual sucedió, sentía que eras muy pequeña!

Hoy tienes 21 años y ésta es la historia de tu papá. Tú estás hecha de esa madera y veo muchas cualidades de Karlo en ti. De él viene tu inteligencia, tu fuerza, tu amor por la vida, tu ímpetu y tu gran corazón.

Anexo un escrito realizado por el señor Chón después de la muerte de Karlo.

Incluyo algunas pocas de las cientos de fotografías que quedaron como testimonio de esta historia.

Gracias por leerme.

Adriloch

UNA ENSEÑANZA DE VIDADonde viven las historias. Descúbrelo ahora