UNA ENSEÑANZA DE VIDA - CAPÍTULO 8

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Karlo fue ingresado a la sala donde le aplicarían el rayo Gamma Knife en el hospital San Javier de Guadalajara. Le hicieron 4 orificios en la cabeza para fijar el casco metálico con unos tornillos; él estaría despierto durante el procedimiento pues la anestesia era local.

Por primera vez no lo había acompañado pues decidí quedarme con mi bebé así que el esposo de mi mamá se ofreció a ir con él. Al igual que tomé la decisión de no separarme de mi hija, prometí que no lo volvería a dejar ir solo pues estar lejos me mantenía aprehensiva.

Él había acudido a este procedimiento con la buena vibra y optimismo de siempre.

Me resigné a esperar noticias las horas que habían indicado que duraría el procedimiento.

Antes del tiempo previsto, recibí una llamada de Karlo y me alegré de que ya estuviera fuera de la sala. Me dijo que lo prepararon, que los tornillos en su cabeza aún dolían, que todo estaba listo y cuando los doctores tuvieron la imagen actual del tumor, se percataron que había crecido más y había invadido los nervios ópticos; si le aplicaban el rayo lo dejarían totalmente ciego. Él contestó a los doctores que no le importaba perder la vista pero que le desbarataran el tumor. Le indicaron que no podían hacerlo por ética profesional y sencillamente él ya no era candidato para el Gamma Knife; lo había sido unos meses antes, con las imágenes de aquella fecha pero en ese momento ya no. Le retiraron el doloroso casco, le dieron analgésicos, antiinflamatorios y antibióticos y lo enviaron de regreso a su hospital para que evaluaran sus opciones.

Debía ir a la Cdmx a ver a sus doctores para saber qué procedería pero que lo que más deseaba era regresar con nosotras.

En la Cdmx, en vista de que el mes siguiente se cumpliría un año de la primera operación en el cerebro, le programaron una intervención para principios de Enero del año 2000.

De nuevo pasamos las fiestas en Monterrey con nuestra bebé y la numerosa familia regia.

La piel de Karlo se tornaba más oscura, era de un color negro cenizo que contrastaba con sus ojos verdes.

A veces me preguntaba el porqué de tan mala suerte. ¿Por qué todo salía mal? Sin embargo él jamás daba pie para que yo me lamentara pues su optimismo era infinito. Había pasado por diversas situaciones; sus brazos estaban lastimados por tantos sueros y extracciones de sangre. Recuerdo que en una de las tomografías presentó una reacción adversa al medio de contraste y debieron sacarlo de la crisis de forma urgente. En otra ocasión, yo había salido a desayunar, él estaba orinando en una jarra medidora, tal cual tenía indicado; la enfermera entró y le arrebató el recipiente ocasionando que se mojara las manos y la bata. Cuando regresé, me pidió papel sanitario para secarse; al contarme lo sucedido me puse roja de coraje y fui a buscar a la mujer. A pesar de todo lo que me hubiera gustado decir, había aprendido a vivir en sociedad y tolerancia así que pedí a la enfermera que se comportara con mi esposo como a ella le gustaría ser tratada en el momento que le tocara estar ahí; agregué que un enfermo sufre indeciblemente como para tener que soportar vejaciones.

En un hospital las horas pasan lentamente y se requiere paciencia para los trámites, para la espera antes de ingresar a las salas de estudios pues hay muchos enfermos, para el tiempo dentro de las máquinas de resonancia magnética, rayos X y tomografía. Algunas pruebas eran subrogadas a otros hospitales y Karlo debía ser trasladado en ambulancia; los camilleros lo dejaban afuera del sitio donde le harían el procedimiento y en ocasiones estábamos hasta dos horas antes de que lo atendieran. Las operaciones, los muchos medicamentos que tomaba, los días enteros en cama, las desalentadoras noticias, a veces las caras largas o malos tratos de enfermeras, doctores o camilleros, en fin, una vida completamente diferente a la de antes.

Él nunca se quejaba, nunca. Se volvió más compasivo y empático hacia el dolor ajeno, y es que sólo quienes conocemos de penas somos capaces de sentir como nuestro el sufrimiento de otros.

Nuestra hermosa hija Ale era una bebé sonriente y lista que a los 3 meses y aunque suene increíble dijo su primera palabra: bubú; a partir de entonces la llamamos así. Había rechazado la escasa leche materna que yo producía así que debía extraerla y mezclarla con fórmula que tampoco le gustaba. Probé con cada marca recetada por el pediatra pero sólo conseguía dársela cuando estaba dormida. Era una bebe delgadita, tranquila y bien portada.

En cuanto a Karlo, ese mes de diciembre realizamos visitas a un amigo suyo llamado Salvador; él le daba terapias de apoyo como meditación, lectura de iris, limpieza de aura y cuestiones de ese tipo. En algún momento, Salvador comentó que Karlo había sido objeto de hechicería y que la persona que la provocó deseaba que él perdiera todo, su físico, inteligencia, incluso que terminara sus días perdiendo la razón por completo. Yo no sabía qué pensar al respecto pero creía que cualquier ayuda era bien recibida.

Los días volaron y de nuevo Karlo ingresó al hospital en la Cdmx.

A partir de esa tercera operación, mi madre empezó a viajar con nosotros para cuidar a Ale mientras yo estuviera en el hospital. 

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