Como en una repetición despedimos a un optimista Karlo antes de entrar al quirófano, esperamos las horas volteando al cielo pidiendo a Dios que todo saliera bien y evadimos el temor que insistía en hacerse presente.
A una hora adecuada, nos dijeron en trabajo social que la operación había concluido. Karlo sería trasladado de la sala de recuperación a terapia intensiva como medida de rutina por ser una intervención delicada.
El neurocirujano que realizó la operación (recién llegado), me informó que todo había salido bien; había extraído la mayor cantidad posible de tumor pero los nervios ópticos estaban invadidos y había partes a las que no era posible llegar así que quedaron fragmentos; mencionó que debíamos confiar en su recuperación.
Después de cada operación, la zona de ojos, nariz y frente quedaban hinchadas y amoratadas por lo que Karlo requería apoyo para comer, bañarse, hacer sus necesidades y por supuesto sentía pudor de ser ayudado por alguien que no fuera yo. Nuestras pláticas se volvían interminables y era agradable estar junto a él.
En cuanto lo veía mejor, tomaba el turno de 6 pm a 9 am para cuidarlo en el hospital y poder pasar tiempo con mi hija; el esposo de mi mamá me relevaba el resto de la mañana y Lety en la tarde. Sin embargo durante el día debía hacer algún trámite o hablar con alguien. Mi madre, Tomy, cuidaba a la bebé en mis ausencias, además hacía desayuno, comida, lavaba la ropa, limpiaba, etc.
Vivíamos dentro de un departamento donde nos cobraban por persona cada día; eran 5 mini recámaras adaptadas con divisiones y en cada una de ellas usualmente se alojaban diferentes familias de 2, 3 o hasta 4 personas.
Mayormente la dueña del departamento, Olivia, hospedaba gente hasta en la pequeña sala, les ponía colchones, catres o colchonetas. Había 2 baños de uso común por lo que era necesario esperar turno; la cocina también era para todos así que siempre había fila para usarla. Cada familia tenía su espacio en el refrigerador y la alacena; por lo general había respeto pues éramos compañeros de la misma situación. Algunas personas eran serias y reservadas, otras compartían sus vivencias y la enfermedad del familiar que los tenía en ese sitio. Conocí muchos casos, con frecuencia se trataba de padecimientos graves que no podían ser tratados en la ciudad de la que provenían.
Vivir entre tanta gente no era cómodo y menos con una bebé de meses, sin embargo la unidad habitacional había sido construida para personal de Pemex y ahí todo giraba en torno al hospital así que lo normal era rentar cuartos en ese tipo de departamento.
Cuando salió del hospital, Karlo recibió indicaciones de permanecer en la Cdmx para sus revisiones y consultas. Generalmente cuando se sentía bien visitábamos lugares turísticos, centros comerciales, parques y cines; así fue desde el principio y lo siguió siendo.
Por esas fechas conocimos a Gerardo, hijo de la dueña del departamento; él vivía con su esposa e hijos más al sur pero su presencia en el departamento era habitual ya que trabajaba en el hospital en el área de inhalo terapia. Se hizo nuestro amigo y con frecuencia nos brindaba el servicio de taxi con su carro particular; era más cómodo pues le pagábamos la gasolina, su comida y una remuneración; cuando no estaba trabajando pasaba el tiempo con nosotros. Él conocía la Cdmx y sus alrededores así que juntos recorrimos varios sitios como La Marquesa, Coyoacán, Xochimilco, Chapultepec, Metepec, Toluca, etc. Karlo seguía con el espíritu aventurero a pesar de todo.
Definitivamente no todo era malo, en cada paso que dábamos Dios estaba presente.
Un mes después de la operación realizaron los nuevos estudios. La visión de Karlo había disminuido y la molestia en ambos ojos aumentado.
El resultado de la nueva resonancia magnética indicó que el tumor estaba más grande que antes de ser removido. ¿Por qué? Se suponía que el neurocirujano había extraído casi todo. Al ser atacado, el tumor reaccionó creciendo más, como un árbol que al ser podado requiere una pequeña rama para resurgir y hacerse más frondoso. Se hizo obvio que los intocables fragmentos que habían quedado sobre los nervios ópticos seguirían creciendo.
Era febrero del 2000 y los meses subsecuentes se realizaron estudios para observar el desarrollo del tumor que no dejó de crecer.
Para el mes de Junio la salud de Karlo se había deteriorado; veía prácticamente nada y tenía qué guiarlo porque aunque se apoyaba en las paredes no conseguía desplazarse al baño que era el único sitio a donde se movía, además los dolores de cabeza lo mantenían en cama.
Macú, su prima, llegó a visitarlo acompañada de su esposo. Llevaron un delicioso postre que compartimos y platicaron con él por largo rato.
Yo tenía mis dudas acerca de que en el hospital de Pemex hubieran realizado adecuadamente la última operación, la confianza perdida me hacía culparlos de los resultados.
Acudí al hospital Ángeles del Pedregal buscando a su mejor neurocirujano y me indicaron que era el Doctor Solís, el jefe de neurocirugía del hospital de Pemex quien no consiguió operar a Karlo la primera vez y tenía su consultorio privado ahí mismo. Dados los eventos pasados, yo había exigido a Pemex que ese doctor no tocara a Karlo así que la practicó un neurocirujano recién llegado de Monterrey.
Platiqué con el Doctor Solís y con lo que me explicó entendí que mis conclusiones eran equivocadas. Realmente mi recelo hacia él no era justo pues quien había colocado erróneamente el catéter y provocado la crisis había sido otra doctora; él ni siquiera tuvo oportunidad de tocar a Karlo pues el otorrinolaringólogo no logró abrirle paso hacia el tumor.
Solís sugirió que le permitiera operar a Karlo y, de la mano de un neuro-oncólogo, darían otro tratamiento después de la intervención para frenar algún fragmento residual.
Platiqué con Karlo y decidimos que el Dr. Solís lo interviniera en el hospital Ángeles, por supuesto es un sitio privado carísimo. El costo sería de $210,000.00 y debíamos conseguir la mitad del dinero que nos faltaba.
Pusimos toda nuestra fe en que el Doctor Solís haría el gran milagro de erradicar definitivamente el tumor ya que era el único que llegaba a los rincones más difíciles.
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UNA ENSEÑANZA DE VIDA
Non-FictionRelato de la vida real. Un claro ejemplo de amor a la vida, de optimismo y fuerza, de aceptación y aprendizaje. Es la historia de un hombre en su transitar por la Enfermedad de Cushing.