Capítulo 25: Cuando el agua vale sangre

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Ares pasó el día siguiente con tranquilidad, como si fuera otro viajero más de paso por ahí. Dandaxarthos seguía cerrando algún que otro trato con otros comerciantes que pasaban por la villa. Sería por la noche cuando Uster apareció por la posta con un gran saco colgando del hombro. Fue junto con Ares a la parte trasera y ahí le devolvió las armas. Pudo esconder el kopis y la pelta en el carromato de Dandaxarthos. Ares se quejó de que no estaba su lanza, pero Uster acalló su queja enseguida: salió de nuevo del edificio y volvió a entrar por detrás, con la lanza de Ares. La había escondido en un corral antes de entrar a la posta, para no llamar la atención.


Durante el siguiente día Dandaxarthos pudo notar que los guerreros de Tuvarek andaban tensos. Mucho más vigilantes de lo normal. Iban casa por casa pidiendo rentas y salían al exterior, volviendo tras toda una jornada con varios sirvientes. Eran hombres y mujeres, algunos iban atados y posiblemente fueran esclavos, pero otros iban libres y encima de sus mulos, burros o caballos, siguiendo a desgana a los individuos armados. Se lo hizo saber a Ares, el cual también había sido consciente. Por su parte veía como algunos de los guerreros iban mejor pertrechados que en días anteriores. Daba toda la sensación de que se prepararan para algo. Decidieron no husmear por ahora y cumplir con lo establecido con Bralcast. Ares recordó la promesa que le había hecho a Adrestia e iba a seguirla en la medida de lo posible.


El mismo día antes de la noche de Luna llena las idas y venidas de guerreros aumentaron. También se vio la salida de sirvientes de la villa, de forma irregular y sin ningún orden. Cuando cayó la noche Ares se preparó. Salió justo cuando el sol ya se había puesto, desarmado y sin llamar la atención, acompañado de Aigophagos. Ni siquiera dijo nada al par de guerreros que custodiaban la entrada y estos siguieron a lo suyo. Una vez fuera, dio un pequeño rodeo alrededor de la empalizada. Había quedado con Dandaxarthos en un punto concreto, contando los pasos desde la entrada hasta el sitio, para que el comerciante le pudiera lanzar desde dentro el kopis y la pelta. La lanza no iba a necesitarla y le molestaría para poder acechar y esconderse o trepar de ser necesario.


Una vez hubo recogidas sus armas Ares se retiró a la espesura para esconderse y esperar. Se quedó relativamente cerca de la entrada, atento a cualquier movimiento sospechoso. Mientras, cubrió sus brazos y su rostro con marcas de barro ennegrecido que había recogido del lecho del río, eliminando su perfil de entre las sombras y los arbustos. Llevaba la pelta a la espalda y el kopis colgando del tahalí desde el hombro, para evitar ruidos al golpear las piernas cuando se movía.


Cuando la noche estaba bien alta y había un total silencio dentro de la villa, donde incluso los borrachos y pendencieros ya estaban durmiendo a causa del frío, apareció en la entrada un grupo de seis guerreros. Iban muy bien pertrechados, con espadas largas de hoja triangular de hierro y hachas de bronce, así como peltas y jabalinas. También llevaban cascos cónicos de bronce, algunos de ellos con penachos, y armaduras de escamas de bronce. Dos de ellos llevaban una carretilla con un saco grande. Se despidieron de los guardas de la entrada y empezaron a marchar en dirección oeste, siguiendo el cauce casi seco del río. Ares empezó a seguirlos desde la distancia. Le iba detrás, muy de cerca, Aigophagos, pegado a sus piernas. El temible perro de presa estaba entrenado de tal manera que cuando Ares paraba y se agachaba este hacía lo mismo.


Llegó un momento en el cual el camino se separaba del cauce del río, y este se adentraba en el bosque, subiendo colina arriba. El grupo de guerreros siguió por el cauce del río, metiéndose en el bosque pasando por el serpenteante y pedregosa vía de cazadores que había. Ares frunció una ceja. Los podía ver pues él andaba un poco más arriba, entre la espesura, cubierto por troncos anchos y la oscuridad. La carretilla que llevaban daba algunos saltos a causa de las piedras y a Ares le dio la sensación de que algo se movía dentro del saco. No estuvo muy seguro por lo que continuó escondido, observando y sin intervenir.

El Perro de la GuerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora