Capítulo 4: La caída

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-¿Qué hace Ares aquí?- Hera se dirigía a Atenea desde los cielos, la cual estaba igual de sorprendida.

-No lo sé, pero ya le dije a padre que lo que hacía era soltar a un perro rabioso.

-Haz que pare, Atenea. No puede alcanzar a Aquiles. Que ganemos esta guerra está vinculado a su destino. - Hera estaba furiosa. Veía como todo su delicada trama para avanzar las adoraciones por Asia se iba a hundir por culpa del rabioso cánido de Ares.

-Está bien, está bien. - Atenea veía como Diomedes se disponía a aprovechar los vacíos amplios que dejaba Ares para lanzarse sobre él con el carro. - Zeus, padre de todos, suplico ante ti para interceder directamente.

-¿Ahora me metéis a mi? Por Rea... - Zeus suspiró cansado y harto. - Haz como veas,  Atenea. Me fío de tu criterio. Todo sea para pararle los pies a este hijo mio, traidor e incontrolable.

Atenea no dijo nada más y se posó sin ser vista detrás de Diomedes, en su carro. Este empezaba a chasquear las riendas de las monturas para poner velocidad. El héroe aqueo sintió una presencia cercana, reconstituyente y que le daba confianza. Ares vio venir, a lo lejos, el carro de guerra, con Diomedes poniendo la lanza en ristre, dispuesto a golpearle de arriba hacia abajo. Hizo una sonrisa cruel y se dispuso a interceptar la carga. Golpeó primero la pelta con la efigie del perro negro y luego se preparó.

Las ruedas del carro repiqueteaban veloces y Diomedes se acercó a Ares. Fue en el último instante, poco antes de cargar hacia atrás el brazo, que Atenea desvió con suavidad la dirección del brazo que cargaba hacia delante, haciendo una trayectoria errática que Ares no se esperó. La lanza hizo un viraje brusco, pues Ares se había movido hábilmente a un lado y colocado la pelta de modo que la hoja de bronce se deslizase, pero en lugar de eso se coló por el lado del arma de Ares, golpeando el lateral del casco y atravesando el hombro derecho. Atenea había puesto su escudo, que evitó que Diomedes muriera atravesado.

-¡Sucia guerrera! - pudo llegar a decir Ares justo en el instante que recibía el golpe y pudo ver a Atenea escondida detrás de Diomedes. Luego su grito de dolor se sintió poderoso y horripilante. Dioses y mortales pudieron saber que él estaba ahí.

El carro pasó de largo después del golpe, disponiéndose a dar la vuelta para acabar con lo que había empezado. Atenea bajó del carro de un salto, haciéndose visible. Estaba completamente armada con un pesado casco de bronce cerrado, coraza, una larga y brillante lanza, y un pesado y redondo escudo con la efigie del búho.

-Sal de aquí, buen Diomedes. Ya has hecho tu cometido. No te dejes morder por el perro rabioso. - le dijo la diosa al héroe. Este se giró solo para ver a Atenea y a Ares herido y con los ojos rojos. No dudó ante la orden y decidió marcharse de ahí.

-¡Atenea! Tu siempre con tus tretas. - Ares se quitó el casco, pues el lateral lo tenía abollado y no le permitía ver. Tuvo que hacerlo mientras arrojaba la pelta al suelo. El brazo derecho estaba inutilizado, derramando icor por el suelo, y no podía alzarlo. Desenvainó el kopis con la mano izquierda, dispuesto a plantar cara. - Pero aquí van a acabar.

-¿Con solo un brazo y sin siquiera lanza? Ríndete y vuelve conmigo al Olimpo, necio. Aún estás a tiempo de que sean benevolentes contigo. - la diosa de la sabiduría hablaba con la razón y la lógica. Serena y tranquila.

-¡Tengo suficiente! -Ares redujo la distancia que les separaba en menos tiempo del que Atenea podía esperar. Tenía el brazo derecho inutilizado, pero las piernas aún le empujaban con gran potencia. Con bastantes faenas tuvo tiempo de alzar el escudo y sentir el poderoso empujón del kopis de Ares. La faz del búho quedó rasgada y poco faltó para que Ares atravesara de pleno el escudo.

El Perro de la GuerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora