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Alfonso se mantuvo fiel a su palabra toda la tarde. Fue el escolta perfecto... y el hijastro. perfecto. Se mostró amable y atento, pero sin exceso.

Al menos exteriormente. Pero lo que había dentro de su cabeza era otro asunto. Ningún hijastro debería tener los pensamientos que él estaba teniendo respecto a su madrastra.

Desde luego, no debería fijarse en el modo en que sus generosos pechos resaltaban contra la tela de su vestido, ni en el modo en que se tensaban sus largas piernas mientras subían la cuesta que llevaba a las ruinas del monasterio... ni en la posibilidad de encontrar un lugar lo suficientemente oculto como para desnudarla y hacerle el amor apasionadamente.

Pero aquéllos eran los pensamientos que mantenía ocultos en su mente. Ante Anahí aparentó estar totalmente controlado mientras le enseñaba la isla y le contaba la historia de los lugares que visitaron. Finalmente, cuando empezaba a oscurecer, fueron a la pequeña taberna del pueblo, donde la introdujo a lo mejor de la comida local.

—¡Está riquísimo! —dijo Anahí tras comer la última croqueta de espinacas con queso y tomar un sorbo de su vino blanco—. ¿Cómo has dicho que se llamaba este pincho?

Alfonso no pudo evitar sonreír ante su entusiasmo.

—Bourekakia —dijo.

—Boure... bourekakia —repitió Anahí con esfuerzo—. Tengo que volver a probarlas. ¡Y pensar que la única comida griega que había probado hasta ahora era una ensalada de feta —dijo, riendo. Los pendientes que llevaba puestos se agitaron mientras reía. Se los había comprado Alfonso en una de las pequeñas tiendas del pueblo.

Anahí se había enamorado de los pequeños delfines de plata a primera vista y él no había podido resistirse a poner una excusa para volver a comprarlos mientras ella estaba distraída viendo unos cinturones en un puesto de objetos de cuero.

Se dijo que habría hecho lo mismo por cualquier mujer que se hubiera mostrado tan encantada al ver los pendientes, aunque cuando se los vio puestos pensó que a ninguna otra le habrían quedado tan bien.

La tentación de alargar una mano para tocarlos y acariciarle la oreja hizo que le cosquillearan los dedos.

—Iannis podría prepararte una ensalada, pero creo que con lo que has pedido de comer...

Alfonso se interrumpió al ver a la camarera que llevaba una botella a la mesa contigua. Se trataba de la mujer que había sido amante de su padre.

—¡Berenice! —exclamó, y luego se volvió hacia Anahí —. Discúlpame un momento.

—Por supuesto.

¿Qué más podía decir?, se preguntó Anahí mientras Alfonso se levantaba. «¿No te excuso si es para hablar con ella?»

No tenía derecho a hacer tal cosa, y no podía expresar la protesta que saltó automáticamente a sus labios.

No quería que Alfonso la dejara. Desde luego, no para hablar con otra mujer, sobre todo con una mujer tan sensual y femenina como aquella belleza morena, que lo recibió con una cálida sonrisa en los labios.

La única justificación para su reacción habrían sido los celos, pero aquello era algo en lo que no quería ni pensar, porque las emociones que había tras aquellos celos eran demasiado peligrosas, demasiado aterradoras como para pensar en ellas.

Pero estaba celosa. Estaba celosa del evidente placer que habían experimentado ambos al verse y de sus sonrisas mientras entablaban una animada conversación. Estaba tan celosa que tuvo que esforzarse para no acercarse a ellos.

Conmocionada por sus sentimientos, tomó un largo trago de vino para distraerse. Aquello no podía estar pasándole a ella...

Pero otra mirada, lanzada con intención de calmarse, de convencerse de que no había sucedido nada y de que sus temores eran sólo imaginarios, tuvo exactamente el efecto contrario.

Noche de libertad. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora