Capítulo 11 - 2008 - 2014

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«YA NO SÉ qué se siente ser mujer». Había pasado tiempo frente al espejo yobservado que no quedaba nada femenino. Mis pestañas todavía eran losuficientemente largas como para esconderse debajo. Pero no podían evitarque la dureza de mi mirada espantara todo lo bonito que solía asomar porallí. Hasta a mí me asustaba. ¿Quién era esta persona que me devolvía lamirada? Me parecía conocida. Ya había visto esa nariz en alguna parte. Yesos ojos, esos ojos que rogaban: «No me lastimes, o volveré a rompermeen mi interior». Los había visto en el rostro de mi mamá y mi papá, pero eraimposible que esta persona tuviera su sangre. Ellos tenían una hija. Pero loque estaba allí, mirándome desde el espejo, no era la chica que había vistoen las fotos familiares. ¿O acaso sí lo era, todavía? 

Un año antes de mudarme a Los Ángeles, y un día después de que elEspíritu Santo se mudó a mi interior, emprendí la difícil tarea de rompercon mi novia. Sus lágrimas eran demasiado ensordecedoras como paraescucharlas sin reproche. La escuché limpiarse la cara. Después de exhalarel dolor, la confusión del momento abrió sus labios para que pudierapreguntarme: «¿Por qué? ¿Por qué estás haciendo esto?». Tenía sentido queme lo preguntara. Sabía cuánto la amaba, lo infantil que se volvía mi rostrocuando estaba cerca de ella, con un rubor singular que tan solo teñía la líneadonde mis ojos se expandían, sin tocar mis mejillas. Nunca había visto micorazón en persona, pero lo conocía bien. 

Dejarla, a ella, a nosotras, a nuestro amor, no tenía ningún sentido apartede la obra divina de Dios. Era tanto mi mujer como mi ídolo. Un ídoloincompetente, sin un gramo de deidad. Era el ojo que Jesús había dicho quehabía que sacarse, o la mano que había mandado cortar (Mat. 5:29-30).Aunque era tan doloroso como el extremo de quitarse una parte del cuerpo,era mejor para mí perderla que perder mi alma. 

«Es que... ahora tengo que vivir para Dios», dije con la voz quebrantadapor las lágrimas, destruyendo lo que habíamos sido y, según me parecía, a mí misma. Cuando colgara el teléfono, llegaría una nueva identidad. Penséen el espejo y en cómo había olvidado mi apariencia. Cómo la persona queveía ante mí no se parecía a mi mamá ni a la hija que ella había criado. Alver a Dios la noche anterior, también quería ver adónde se había ido la chicadentro de mí, y si alguna vez volvería. Ya no sabía cómo ser una mujer,pero la verdadera pregunta era: ¿alguna vez lo supe?

Había pasado una semana desde mi transformación, pero por fuera, nohabía muchos que pudieran darse cuenta. No tenía nada que se comprara enlas secciones de mujeres, ni quería hacerlo. En cambio, usé lo que teníahasta que pude comprar lo que honraría aquello que era. Empecé por algopequeño y compré un sostén de verdad. Uno que afirmaría la manera en queDios había hecho mi pecho, en lugar de esconderlo. Aunque los calzoncillostipo boxer eran cómodos, no me servían. Empecé a dejarlos de lado cadamañana para colocarme ropa interior de mujer, la cual inesperadamente seadaptó a la forma en que mis piernas hacían mover todo mi cuerpo. Lamanera áspera en la que comenzaba cada día empezó a suavizarse, comouna canción pintada con el dedo. Algo tan secreto e insignificante, comousar lo que las demás mujeres usaban bajo la ropa, empezó a sacar de mí aaquella jovencita olvidada. Era un ritual cotidiano de arrepentimiento: elprimer dominó en una larga línea para el resto de mi día. Nadie más que yolo sabía. Pero todos se daban cuenta de que había algo diferente, incluso sino sabían qué. 

Me paré afuera de una tienda bien femenina, Forever 21, más fastidiadaque nunca. Los pequeños ajustes hechos en secreto no se comparaban conlo que venía a continuación. En esta tienda, en las perchas, doblada sobrelos estantes, probada, comprada y devuelta, había más que tela modeladapara hacer camisetas; había una nueva identidad: una nueva manera depresentarme al mundo. Chica tras chica iban entrando, con una ampliasonrisa, listas para gastar y llevarse su femineidad en bolsitas amarillas. Sudeleite destilaba normalidad. Comprar un vestido floreado o un par depantalones vaqueros desgastados que resaltaban sus caderas no era ningúnlogro monumental, ni siquiera un acto pavoroso para reclamar su condiciónde mujer; solo así sabían ser: chicas a quienes les encantaba ser chicas, y yono podía identificarme. 

Chica gay, Dios bueno - Jackie Hill PerryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora