Capítulo 13 - 2013-2014

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«BUENO, AHORA vas a tener que empezar a confiar en mí». 

Hacía apenas dos minutos que estábamos comprometidos. En el tiempoque le llevó ir de la plataforma a la antesala, Preston aprovechó nuestrosprimeros momentos a solas para decirme qué hacer. Por supuesto, teníabuenas intenciones. Creía haber demostrado que sus manos podían sostenerel latido de mi corazón y no arruinar su ritmo. Me había amado de manerasque incluso lo asombraban a él. Esto, sumado a la rodilla doblada, a lasonrisa galante y al pedido de ser de él hasta que Dios me llevara a Supresencia significaba que era hora de «soltar» (o al menos eso pensaba). 

Para mí, yo necesitaba más que tiempo, amor y un anillo.

Necesitaba a Dios una vez más. 

Poco después de comprometernos, empezamos la consejeríaprematrimonial con nuestro pastor y su esposa. Nos llevaron a estudiar lostípicos textos bíblicos relacionados con el matrimonio en el principio de lostiempos, y solíamos terminar con oración y alguna pregunta sobre el estadode nuestra pureza. La consejería prematrimonial se transformó en uno delos pocos lugares donde nuestras discusiones quedaban al descubierto conla esperanza de una resolución. 

Nuestros desacuerdos no eran creativos ni originales. Eran repetitivos. Élsentía que yo no era lo suficientemente respetuosa. Yo sentía que él no eralo suficientemente paciente. Él quería que yo fuera más dócil. Yo quería queél entendiera por qué no lo era. Él quería que dejara de tratarlo como sisiempre esperara que fuera a lastimarme. Yo quería que entendiera que nosabía cómo hacerlo. 

Lo que más me frustraba era no saber cómo vivir como si nunca mehubieran herido. Había hecho cosas más difíciles. Me había despedido de lamujer cuyo amor más amaba. Había recibido a Dios. Me había cambiado deropa. Me había comprometido con una iglesia local. Había encontradonuevos amigos, nuevos pasatiempos, nuevo todo. Pero, por alguna razón, no podía lograr que yo fuera lo suficientemente nueva como para amar aPreston sin temor.

Amar a una mujer me resultaba fácil. No tenía que esforzarme paraentregar todo lo que era. Ella podía tenerlo todo: mis lágrimas sin esconder,las historias que nunca contaba, la versión más libre de mí. Preston meamaba como Dios. Pero, más allá de lo amoroso que decidiera ser, seguíasiendo un hombre. Un hombre que no era Dios. Un ser humano que podíaolvidarse de Dios si quería. Y después, amarme. A mí, una mujer frágil. Amí, una chica asustada. A mí, alguien que deseaba no tener que esforzarsetanto por mantener el dolor a raya como para poder dejar entrar el amor. 

Entre los días buenos, en los cuales recordábamos cómo ser amigos, y losdías no tan buenos, donde nos azotábamos con nuestras frustracionesmutuas como si fueran látigos, yo oraba. Se acercaba el 1 de marzo, la fechade nuestra boda, y el temor insistía en escoltarme hasta el altar. 

No podía permitir que el miedo me tomara de la mano. Aunque era unapalma conocida, incluso consistente, sabía que lo único que haría eraseparar lo que Dios uniría. Pero no podía soltarla sin otra mano que tomarasu lugar. No podía caminar sola hacia el altar. Lo más probable era que seme detuvieran las piernas a medio camino y le dijeran a mi cuerpo queretrocediera... que hiciera lo más fácil, que viviera temiendo la bondad deDios. 

Así que a Dios oré. Durante demasiado tiempo, había temido creer quepodría deshacer todo sin Su ayuda. Y probablemente eso era lo que Diosquería. Mi confianza.

Dios no quería que confiara primero en Preston, sino en Él. Esta relación,este compromiso y futuro matrimonio estaba siendo usado por Dios paraobligarme a lidiar con las porciones de mi corazón que nunca habíapermitido que Él tocara. El temor había ocupado demasiado espacio, y Diosnunca había sido de los que comparten el corazón de Sus hijos conmentiras. Así que Preston, sin saberlo, era el fuego purificador de Dios.

Si todo hubiera sido fácil como quería, habría sido feliz, pero dudo queme hubiera sentido completa. Dios me había salvado y me estaba salvandoen plenitud. Quería mi mente y mis sentimientos. Mi pureza y mi paz. Micuerpo y mis batallas. Este Señor al que había conocido seis años me estabaamando al dejarme al descubierto. Una clase incómoda de santificación através del único hombre al que estaba dispuesta a entregarle mi «acepto».

Caminé por el pasillo hacia el altar... todavía aterrada, pero esta vez, mirelación con el temor era distinta. Esta vez, el temor tenía oposición. Nopodría persistir fácilmente, con los pies levantados sobre el sofá y un vasode limonada que lo recibiera en casa. 

Con cada paso hacia el hombre al que sabía que amaba, la fe les decía amis piernas qué hacer. Y la fe le dijo al temor adónde podía irse: afuera.

Debajo de mi vestido blanco y con cola, había una pelea que ninguno delos invitados podía ver. Ellos veían mi sonrisa y mi cuello derecho y nosabían qué me había inspirado la confianza para algo tan osado como elmatrimonio. Ellos creían que caminaba por la alfombra que el ujier habíaextendido antes de que yo entrara al santuario. Yo sabía que era agua. Sabíaque se trataba de algo imposible. Sabía que Dios me había traído hasta aquíy que, mientras no me soltara de Su mano, Él no dejaría que me ahogara,sin importar lo difícil que se tornara.

Preston me tomó de la mano. Su rostro más radiante que nunca, y en elmío, una oración respondida. Tan solo seis años antes, no habría imaginadoun día como este. El día en que me pararía ante un hombre y lo amaría deverdad, como para decir: «Acepto» y no menospreciar que la sensación queme producía tenía que ser obra de Dios. 

Sabía que los días que siguieran no serían todos dulces. Algunos seríanamargos. Otros traerían nueva misericordia. De cualquier manera, tomandopara mí un selah de esta temporada eterna llamada matrimonio, la abordésabiendo que Dios la usaría para continuar con Su obra de santificarme yglorificarse. 

Desde afuera, se podía suponer que la relación entre Preston y yo probabaque Dios podía «hacer buena a una chica gay». Pero en realidad, Él ya lohabía hecho en el momento en que me libró del pecado. 

El matrimonio no «demostraba» que yo hubiera cambiado. El fruto delEspíritu sí (Gál. 5:22-23). El poder de mirar las cosas que antes amaba yllegar a la conclusión de que no valían nada era toda la apologética queDios necesitaba para recordarle al mundo Su poder. 

Preston y yo no fuimos unidos para transformarnos en el estándar de loque debe pasarles a todas las chicas y los chicos gays que se convierten encreyentes. Fuimos unidos por la razón fundamental de señalar al misteriodel evangelio de Dios (Ef. 5:32). El matrimonio era la manera en que Diosquería que yo lo glorificara. Transformarnos en una sola carne no me completaría. El matrimonio no sería lo que me haría plena, sino la obra deDios en y a través de mi matrimonio, junto con cualquier otra cosa que elAlfarero decidiera usar para modelarme como Su arcilla. Dios era miprimer amor. Me había casado con Él mucho antes que con Preston, yestaría casada con Él incluso después de que la muerte me separara delhombre al que había prometido amar hasta entonces.

Chica gay, Dios bueno - Jackie Hill PerryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora