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Disculpen la demora, tenía una entrevista de trabajo para un mejor trabajo que el que tengo actualmente y consumió buena parte del día de ayer

Ahora sí al hecho
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Camila

   

    Acurrucada cont­ra la ca­be­ce­ra, veo co­mo la pu­er­ta se ci­er­ra, el úl­ti­mo tro­zo de su rost­ro de­sa­pa­re­ce det­rás de la ma­de­ra y la cer­ra­du­ra en­ca­ja en su lu­gar. El so­ni­do es só­lo un re­cor­da­to­rio de lo at­ra­pa­da que es­toy aquí, de có­mo me sa­ca­ron de una ja­ula y me me­ti­eron en ot­ra.

    Al me­nos con mi pad­re, sa­bía dón­de es­ta­ba. O al me­nos eso cre­ía. Sa­bía lo que iba a pa­sar ca­da día, y te­nía al­gu­nas li­ber­ta­des, no muc­has, pe­ro no nin­gu­na. Aho­ra, no ten­go na­da. No ten­go est­ruc­tu­ra, ni li­ber­tad, sin voz en na­da… ni si­qu­i­era sob­re mi pro­pio cu­er­po.

    Mi vi­da ya no es mía. He si­do ven­di­da por mi pad­re a es­ta mal­va­da vil­la­na.

    “Ahora es tu­ya, haz con el­la lo que qu­i­eras”

    Las pa­lab­ras de mi pad­re se re­pi­ten en mi ca­be­za. No pu­edo cre­er que ha­ya hec­ho es­to, me ven­dió a Jauregui.

    Las lág­ri­mas se des­li­zan por mis me­j­il­las mi­ent­ras mi­ro la pu­er­ta. La ha­bi­ta­ci­ón es lu­j­osa, va­ro­nil y es­tá cu­bi­er­ta de gri­ses y azu­les os­cu­ros. Si las cir­cuns­tan­ci­as fu­eran di­fe­ren­tes, en re­ali­dad pod­ría ser ca­paz de ap­re­ci­ar la bel­le­za de la mis­ma.

    Después de unos mi­nu­tos de mi­rar fi­j­amen­te la pu­er­ta, me le­van­to de la ca­ma pa­ra bus­car al­gún ti­po de sa­li­da de es­ta ha­bi­ta­ci­ón.

   

    Caminando ha­cia la pri­me­ra pu­er­ta que en­cu­ent­ro, des­cub­ro un ar­ma­rio comp­le­to lle­no de ro­pa. Mi­ro mi ca­mi­són par­ci­al­men­te ras­ga­do. ¿Qu­i­én sa­bía cu­án­do me pu­se es­ta co­sa es­ta noc­he que se­ría lo úl­ti­mo que tend­ría de mi an­ti­gua vi­da?

    Me si­en­to ex­pu­es­ta y vul­ne­rab­le en na­da más que es­to, así que lo sa­co por comp­le­to y lo ti­ro al su­elo. Rá­pi­da­men­te, to­mo una de las ca­mi­sas de una perc­ha.

    No es­toy se­gu­ra de sí se va a eno­j­ar con­mi­go por ha­ber­le qu­ita­do sus co­sas. ¿Me las­ti­ma­rá si lo ha­go? ¿Cas­ti­gar­me? De­ci­di­en­do que va­le la pe­na ar­ri­es­gar­se, me lo pon­go por la ca­be­za y lo de­jo ca­er an­tes de me­ter los bra­zos en las man­gas. La ca­mi­sa se pa­re­ce más a un camisón, y el dob­la­dil­lo se apo­ya en mis muslos rasgados. Un es­ca­lof­río re­cor­re mi co­lum­na ver­teb­ral por la di­fe­ren­cia de ta­ma­ño ent­re no­sot­ros. Es­ta mujer pod­ría he­rir­me fá­cil­men­te, rom­per­me el cu­el­lo, o to­mar lo que qu­i­era. Me ar­den mis pul­mo­nes, y me doy cu­en­ta de que en re­ali­dad no es­toy res­pi­ran­do.

    Cálmate. To­do va a es­tar bi­en. Pu­edes ha­cer­lo, Camila.

    Agarrando el cu­el­lo, me lo lle­vo a la na­riz e in­ha­lo pro­fun­da­men­te, el olor a al­go­dón y jabón que me ha­ce cos­qu­il­las en la na­riz. Ha­go es­to un par de ve­ces más has­ta que el ar­dor en mis pul­mo­nes se ali­via.

    Saliendo del ar­ma­rio, voy a la pu­er­ta de al la­do, sa­bi­en­do que es un ba­ño an­tes de ab­rir­lo. Es­tá lim­pio y or­ga­ni­za­do, pe­ro eso no ha­ce que qu­i­era qu­edar­me aquí. No im­por­ta lo lu­j­oso que sea es­te lu­gar, no im­por­ta cu­án­to me of­rez­ca, na­da me ha­rá qu­erer qu­edar­me con ella. Por ot­ra par­te, ¿qu­i­én di­ce que me of­re­ce­rá al­go? Ha pa­ga­do di­ez mil­lo­nes de dó­la­res por mí, se­gu­ra­men­te, soy yo qu­i­en tend­rá que of­re­cer­le al­go.

Inicios Salvajes  {Camren GP}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora