Capítulo IV 𝙎𝙖𝙣𝙜𝙧𝙚 𝙮 𝙜𝙡𝙞𝙩𝙩𝙚𝙧

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Cuando la campana sonó, Camila tomó sus cosas y se levantó rápidamente para ir al baño, sentía que su vejiga explotaría debido a que toda la clase estuvo tomando agua junto con July mientras Melinda les compartía gajos de su toronja.

El agua de naranja que les habría preparado su madre esa misma mañana para el desayuno, claro que por salir a toda prisa no tuvieron ni el más mínimo tiempo de acompañarlo con los huevos hervidos que había sobre la mesa.

Salió por la puerta junto con July y Melinda detrás de ella.

–Te espero; no hay problema–. Le dijeron sosteniendo sus cosas afuera del baño.
–Mejor vayan y me apartan el lugar, no quiero que nos vuelvan a regañar por llegar tarde, es la última vez que dejaría que la maestra me levantara la voz
–¿Segura?
–Sí–. Dijo corriendo dentro, dejando sola a July en el pasillo y a Melinda cargando la mochila. Esta se apresuró al segundo piso por la escaleras sujetando el bolso de ambas.

Camila entró al último baño, ya que al golpear los demás se encontraban ocupados, bajó sus jeans y se sentó; sintió un alivio al hacer del baño. Entrelazó los dedos de sus manos y ase apretaba fuertemente.

Escuchó un llamado a su puerta. Se quedó en silencio y dijo: –Está ocupado–. Tranquilamente. Subió sus pantalones y antes de poder tirar de la cadena escuchó un llamado más insistente, dos golpes.

–Ya saldré…–. Dijo mirando extrañada a la puerta, su mano derecha se estiró y tiró de la cadena.

Tres golpes se hicieron presentes, parecían que derribarían la puerta. –¡Por dios!–. Dijo quitando el cerrojo y abriendo la puerta, ya no había nadie.

Pudo escuchar que en el pasillo se empezó a reproducir música, cada vez subía su volumen, estaba confundida jamás lo habían hecho. La luz del baño se había tornado morada de un momento a otro y en medio del piso del baño se encontró una pequeña caja de color negra brillante.

Se inclinó y retiró la tapa, mala decisión. Una nube de glitter girando rápidamente se abría hacia su rostro desde dentro de la caja. Su ojos quedaron cubiertos, se llevó sus manos hacia ellos pues estos comenzaron a sangrar por el glitter dentro de ellos, lanzó un grito ahogado por la música y ese fue su llamado; alguien salió detrás de ella, de uno de la baños que tenían la puerta cerrada.

–¡¿Quién está ahí?!–. Gritó de dolor, con sus lágrimas transformándose en un rojizo oscuro, tratando de defenderse apenas viendo borroso y lo que le parecía un filtro rojo.

Una figura imponente, que usaba un disfraz, se paraba frente a ella. Una enorme capa negra que se extendía hasta el piso y que cubría parte de enfrente del traje; unos pantalones negros, botas y una camisa del mismo color, ese azabache que parecía la misma oscuridad. Las mangas de sus manos eran holgadas pero se adentraban en aquellos guantes de terciopelo plateado de la misma tela que le rodeaba el cuello y que caía por enfrente como si de una corbata se tratase solo que en capas que bajaban hasta unirse. Su máscara era blanca y tenía una expresión seria, no había nada ahí, encima de la misma máscara había un antifaz plateado y en dónde se encontraba el ojo derecho había una mancha que rodeaba al mismo de un tornasol brillante, como si estuviera derramándose. En la parte superior de la máscara había una serie de pequeñas plumas plateadas brillantes que rodeaban todo el contorno del antifaz y sobresaliendo detrás de éstas plumas había unas más grandes de color negro que colgaban o quedaban como un gran plumaje, un ave majestuosamente mortal.

La figura levantó en el aire su arma, una hoz, no una ordinaria, parecía hecha para la ocasión. Una hoz tan filosas que parecía cortarte a la vista, su hoja de un tornasol brillante que la hacían parecer irreal, casi salida de un videojuego.

En un tajo rápido y despiadado, la hoz se incrustó en el cuello de Camila. La figura la sacó rápidamente y dejó correr la sangre, justo en la yugular. Camila se llevó sus manos a su cuello que derramaba sangre como si se tratase de una fuente de chocolate. Sintió que ya no quedaba nada más, todo ya dejó de sentirse igual, ya no había nada más allá de la música y su asesinato que iban casi al mismo ritmo.

Sus pasos torpes trataron de caminar hacia la puerta pero aquellos guantes la sujetaron del cabello y la arrojaron al espejo del baño con una fuerza casi sobrehumana. El rostro de Camila tenía marcas por todos lados, y el vidrio se había roto en un estruendo dejando caer sus trozos sobre los lavabos.

En el piso, cuando parecía que nada más le quedaba a Camila, un último tajo terminaría con su vida, en la boca de su estómago recibía la cuchilla una y otra vez.

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