Siempre he detestado las tres horas de viaje entre Austin y Houston. Sin embargo, esas largas horas de tranquilidad me dieron la oportunidad de repasar los recuerdos de mi infancia y de intentar averiguar qué había llevado a Euge a tener un bebé que no estaba preparada para cuidar.
Llegué a la pronta conclusión de que los excesos en cualquier aspecto de la vida, incluida la belleza, no eran buenos para nadie. Tuve la buena suerte de nacer medianamente guapa, morocha, con una boca un tanto voluptuosa y piel muy blanca que, después de la exposición a los rayos del sol, pasaba a ponerse de un bonito rojo salmonete. («No tienes melanina», me dijo una vez Pablo, asombrado. «Es como si hubieras nacido para pasarte la vida en una biblioteca.») Con mi metro y medio, tenía una altura baja, pero unas medidas decentes y unas buenas piernas.
Euge, en cambio, pertenecía al universo de las diosas. Era como si la naturaleza hubiera decidido crear su obra cumbre después de haber realizado todos los experimentos pertinentes conmigo. Ella se había llevado el premio gordo con sus rasgos perfectos, su pelo rubio platino y sus piernas largas. Con su metro setenta y sus medidas -noventa, sesenta, noventa-, la solían confundir con una supermodelo. La razón por la que mi hermana no se había decidido por la carrera para la que parecía predestinada se debía a su incapacidad para imponerse el mínimo de disciplina y de ambición requeridos en una modelo.
Por ese motivo, entre otros, nunca envidié a mi hermana. Su belleza, precisamente por extrema, hacía que la gente se distanciara y quisiera aprovecharse de ella a partes iguales. Hacía que la gente supusiera que era tonta y, a decir verdad, eso había hecho que Euge no se viera obligada a demostrar su valía intelectual. Nadie esperaba que una mujer despampanante fuera lista, y en el caso de que lo fuera, eso descolocaba a cualquiera. Una persona normal no podía perdonar a otra tal abundancia de buena suerte. De modo que el exceso de belleza sólo le había acarreado problemas. La última vez que vi a Euge, me contó que había demasiados hombres en su vida.
Lo mismo que en la de mi madre.
Algunos de los novios de mi madre habían sido agradables. Al principio, la tomaban por una mujer guapa y alegre, una madre trabajadora dedicada en cuerpo y alma a sus dos hijas. Con el tiempo, sin embargo, descubrían lo que era de verdad, una mujer que necesitaba el amor con desesperación, pero que era incapaz de devolverlo en la misma medida. Una mujer que se esforzaba por controlar y dominar a toda persona que quisiera acercarse a ella. Los espantaba a todos y luego se buscaba a otros nuevos, en una constante y agotadora sucesión de amantes y amigos.
Su segundo marido, Juan, sólo tardó cuatro meses en pedirle el divorcio. Fue una presencia cariñosa y racional en la casa, y en el breve periodo de tiempo que vivió con nosotras me enseñó que no todos los adultos eran como mi madre. Cuando se despidió de Euge y de mí, nos dijo con pesar que éramos unas niñas muy buenas y que le encantaría poder llevarnos con él. Sin embargo, poco después, mamá nos dijo que Juan se fue por nuestra culpa. Que nunca tendríamos una familia, añadió a continuación, si no nos comportábamos mejor.
Cuando yo tenía nueve años, mi madre se casó con Salvador, su último marido, sin previo aviso. Era muy carismático y guapo, y se interesó tanto por sus nuevas hijastras que al principio lo adorábamos. No obstante, al cabo de poco tiempo, el hombre que nos contaba cuentos antes de dormir empezó a enseñarnos revistas porno. Le gustaba más de la cuenta hacernos cosquillas y nos tocaba de una forma poco apropiada en un adulto.
Salvador se volcó de manera especial con Eugenia. La llevaba de excursión a solas y le compraba regalos especiales. Mi hermana empezó a tener pesadillas y tics nerviosos, y también dejó de comer. Me suplicó que nunca la dejara a solas con él.
Mi madre se puso hecha una furia cuando Euge y yo intentamos decírselo. Incluso nos castigó por mentir. Teníamos miedo de decírselo a alguien ajeno a la familia, porque estábamos convencidas de que, si nuestra propia madre no era capaz de creernos, nadie lo haría. La única alternativa fue que yo protegiera a Euge en la medida de lo posible. Cuando estábamos en casa, me pegaba a ella como un chicle. Dormíamos juntas por la noche, y coloqué una silla contra la puerta.
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Tiempo de cambios
Teen FictionAveces te acostumbras a la rutina pero en un momento a otro puede cambiar tu vida