Capitulo 26

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Se me cayó el alma a los pies. Me quedé paralizada, aferrada al marco de la puerta con una mano, mientras observaba a la familia Lanzani congregada alrededor del médico. Los miré con atención, los miré a la cara, intentando adivinar sus reacciones. Si alguno de los hermanos había muerto, el médico lo comunicaría de inmediato. O eso pensé. Sin embargo, estaba hablando tranquilamente y ningún miembro de la familia revelaba otra reacción aparte del nerviosismo.

—Lali.

La voz fue tan suave que apenas la escuché por encima del atronador rugido que tenía en los oídos.

Me giré hacia el pasillo.

Un hombre alto y delgado, con una camiseta de manga corta y pantalones anchos como los de los médicos, caminaba hacia mí. Tenía un brazo vendado con las vendas de color plateado típicas en caso de quemaduras. Reconocí sus hombros, su forma de moverse.

Peter.

Se me nubló la vista y sentí que el corazón me latía a una velocidad casi dolorosa. Las emociones fueron tantas y me asaltaron con tal fuerza que empecé a temblar.

—¿Eres tú? —pregunté casi sin voz.

—Sí. Sí. ¡Dios, Lali!

Me vine abajo. No podía respirar. Me agarré los codos por delante del cuerpo y empecé a llorar mientras Peter se acercaba. No podía moverme. Me aterrorizaba la idea de estar sufriendo una alucinación, de que hubiera conjurado la imagen de lo que más deseaba ver, de que, si alargaba el brazo, no encontraría nada salvo aire.

Pero Peter estaba allí, en carne y hueso, rodeándome con esos brazos fuertes y musculosos. El contacto fue electrizante. Aunque me pegué a él, no me pareció suficiente.

—Lali, mi amor —susurró él mientras yo sollozaba contra su pecho—, no pasa nada. No llores. No...

Sin embargo, el alivio que sentí al tocarlo, al tenerlo cerca, me aclaró las ideas de golpe. Todavía no era demasiado tarde. La idea me dejó eufórica. Peter estaba vivo, estaba bien, y yo jamás volvería a dar las cosas por sentado. Tanteé hasta dar con el borde de la camiseta para meter las manos por debajo y acariciar la cálida piel de su espalda. Mis dedos encontraron otro vendaje. Entretanto, Peter siguió abrazándome como si también comprendiera que necesitaba sentirme encerrada, pegada a él mientras nuestros cuerpos se lanzaban mensajes silenciosos.

«No me dejes nunca.»

«Estoy aquí, no me voy a ninguna parte.»

Los temblores seguían sacudiéndome sin parar. Me castañeteaban los dientes hasta tal punto que me era difícil hablar.

—Pensé... pensé que no volvería a verte.

La boca de Peter, normalmente dulce y tierna, me resultó áspera al rozarme la mejilla. Tenía los labios agrietados y barba de un par de días.

—Siempre volveré a tu lado —replicó con voz ronca.

Enterré la cara en su cuello para aspirar su olor. Ese olor tan familiar que apenas apreciaba por culpa del fuerte olor del vendaje que llevaba en el brazo.

—¿Qué te ha pasado? —Le recorrí la espalda con las manos entre sollozos, intentando averiguar la extensión de sus heridas.

Él me enterró los dedos en el pelo.

—Sólo son unas cuantas quemaduras sin importancia y algunos arañazos. Nada de lo que preocuparse. —Noté que sonreía porque tensó la mandíbula—. Tus partes preferidas siguen intactas.

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