Capítulo VIII: Los Mantos Durmientes - segunda parte

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Elevó las manos y, con un leve empujón colocó la estrella por encima de sus cabezas y unos pasos por delante, de ese modo les iluminaba el camino y su luz se derramaba lo suficiente para verse entre ellas. Mientras avanzaban, Raphaella no consiguió ignorar el burbujeo en su sangre. Su cuerpo reaccionaba al Maná que las cavernas poseían. Casi podía jurar que ululaban una canción.

El interior era gris y café oscuro a partes. Olía a humedad y algunos tramos a azufre. El camino era rocoso y resbaladizo; el agua bajo sus pies y el suelo traicionero la obligaron a poner especial cuidado en dónde pisar, si no quería caer y golpearse la cabeza. Los techos no ofrecían mayor consuelo, las estalagmitas y estalactitas amenazaban con desmoronarse sobre ellas y frenarlas para siempre.

Caminaron recto hasta que la cueva se dividió en dos.

—Izquierda —señaló antes de continuar.

Las bifurcaciones a partir de entonces comenzaron a ser más asiduas, y cada vez un deje amargo se fue instalando en su estómago hasta que cobró forma y la asaltó la incertidumbre de haber estado caminando en círculos, así que cuando una nueva división se presentó ya no estuvo segura de qué decir. No tenía ni la más mínima idea de dónde estaban.

Se mordió el labio incapaz de aceptar su error. Admitir que las había conducido por círculos era similar a declararse una fracasada. La nigromante no podía perder la prueba, ni tampoco echar en saco roto el respeto de Isabel de Francia, no si quería contar con su ayuda y conseguir un buen talismán. No obstante, muy dentro de sí sabía no era correcto mantenerla en la ignorancia cuando su vida también estaba en juego. No sería justo que volviera al mundo de los muertos en medio de la nada.

Raphaella muchas veces tenía pensamientos sórdidos, pero pocas veces los hacía realidad. La culpa la carcomía.

—Creo que nos he perdido —susurró a la par de que se enterraba las uñas en las palmas para evitar mostrarse avergonzada.

Detuvo la caminata, las manos comenzaron a sudarle y un impulso de correr para no morir atrapada en aquel laberinto le atizó el pecho. A pesar de, se obligó a quedarse justo en donde estaba.

La reina se colocó despacio frente a ella. Antes de sujetarle las manos esbozó una sonrisa. Raphaella odió el vínculo que tenía con el espíritu por un segundo, había olvidado que esconder sus emociones no era tan fácil cuando la soberana accedía a ellas por derecho.

—No estamos perdidas, confiad más en vuestras habilidades, ama, yo lo hago.

—No hay razón para...

—Estamos en donde debemos estar, y todo tiene un motivo —interrumpió la reina—. No os preocupéis y continuemos.

—Tal vez no debí traerte —bisbiseó.

Isabel pareció enternecerse y extendió la mano para acariciarle el cabello, la nigromante no supo cómo reaccionar ante el gesto. Era ajena a tales formas.

—Estoy aquí para vos y permaneceré a su lado hasta que así lo queráis. Sin importar el rumbo de vuestros pasos os seguiré, porque, escuchad bien que lo sé desde lo profundo de mi ser, llegaremos al lugar que estáis buscando. Sois grande, Raphaella, más de lo que creéis.

—No soy... —Su voz murió paulatinamente. Tenía miedo de la confianza de Isabel, no quería romper sus esperanzas. La reina había pasado por mucho como para arrastrarla a una segunda muerte en el abandono y la oscuridad—. No sé dónde estamos, hemos caminado tanto... Los talismanes suelen encontrarse en el corazón de los lugares, pero ahora mismo dudo que estemos cerca de él, no veo ninguna luz.

Isabel la acercó a su pecho y la estrechó. Una vez más, no supo cómo sentirse o reaccionar, sus brazos apenas lograron aferrarse a la cintura de la regente sin completar un abrazo.

—Nunca he servido a alguien que se acepte tan humano como lo hacéis —susurró y le acarició el cabello—, tampoco conocí a alguien que se preocupase por mí como lo hacéis en tan poco tiempo, no sin que deseara yacer en mis sábanas o tener mi dote. Os seguiré, ama, os seguiré hasta los confines del mundo si me dejáis. —La reina se alejó lo suficiente y agachó el cuerpo hasta quedar a la altura de su mirada—. Raphaella, no puedo deciros que os sienta débil o indigna, porque mis años han sido largos es que puedo juraos que es un honor para mi haber sido convocada por vos.

Suspiró.

—Puedo conducirte a una muerte en la oscuridad.

Isabel sonrió con calidez. Como si hablara con un niño, y quizá lo hacía.

—No lo haréis, estoy segura. Y aun si así fuere, os protegeré y velaré por vos, estaremos juntas, ama.

La hechicera se obligó a ceder ante sus argumentos, debatirlos no las acercaría a su objetivo ni tampoco parecía correcto. Respiró hondo y devolvió la sonrisa lo mejor que pudo. Entonces, se agachó y colocó las palmas sobre la superficie rocosa, cerró los ojos para enfocarse y dejó que la cueva le contara su estructura. Al principio no sucedió nada, no había nada que sentir ni ver, y estuvo a punto de llorar. ¿Por qué no funcionaba su magia? ¿Era acaso tan débil? ¡No! ¡No lo era! Se concentró con mayor fuerza y, con parsimonia, como si hubiesen estado dormidos, sus sentidos poco a poco fueron capaces de identificar los pasajes, las vueltas y los recovecos del lugar. ¡Casi podía verlos como si fuera de día en el interior!

Cuando abrió los ojos, ya sabía a dónde ir.

Hada de Sombras [Almas Siniestras I]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora