Prólogo.

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         Una jodida cena de negocios, de nuevo. Michelle se miró al espejo con desgana y aburrimiento; peinó por última vez su cabello negro corto y lacio; no soportaba tener que conversar y compartir mesa con un gran puñado de hombres asquerosamente ricos y ególatras, si bien es cierto que ella no era totalmente diferente a ellos, había algo muy claro, ella era una mujer y claramente no llegó a su puesto sin ser pisoteada diariamente por hombres que creían ser más inteligentes y astutos que ella, una mujer, hacían un descarado énfasis en ello cada vez que se mencionaba. Y cuándo observó su figura en el espejo, sintió un desespero al notar sus curvas bajo el traje negro y el volumen de sus pechos en la camisa blanca; la corbata cayendo en el centro no ayudaba a disimular su figura femenina. Amaba ser una mujer, una mujer femenina, pero con el tiempo aprendió que serlo solo parecía un problema a la hora de mostrarse cómo una empresaria respetable y ruda. Al menos siempre le quedaba su imponente altura de 180 cm, que superaba a varios de sus socios.
        
         Aquella mujer bajó las escaleras haciéndose notar entre todos los invitados; había tratado de hacer el ambiente más cómodo para ella proponiendo a todos sus invitados traer a sus hermosas esposas a la cena, algo más informal y familiar dijo, en el fondo de su mente solo podía pensar “algo más delicado y bonito”, porque eso eran las mujeres para ella. Nunca se había negado a sí misma, pero si al resto cuándo desde los 16 años armó su idea de hacerse una mujer poderosa; sabía que su sexualidad sería un claro inconveniente, y ya tenía varios en su lista, no podía permitirse sumar más.

         —Bienvenidos, espero que la cena sea de su agrado.
         —Seguro que lo es, no se puede esperar menos de una Rouge, ¿cierto? —la pregunta casi sonando a desafío. Solo sonrió cómo respuesta y pasó a extender su mano a su pareja.
        
         Notó que los hombres adoptaban una posición de alerta en cuándo ella se acercaba a saludar amistosamente a sus esposas, pero en realidad no tenía segundas intenciones.
         Su voz, su cuerpo y su expresión se relajaba en cuándo sentía la presencia de otra mujer.
          En un lugar de su mente se produjo una risa egocéntrica ante el pensamiento de que esos hombres estaban llenándose de inseguridades por ella, probablemente la falta de empatía que tenía hacía ellos se debía a una misandria oculta, oculta en realidad no era un buen adjetivo teniendo en cuenta lo descarado que se notaban sus preferencias.
         Después de saludar cordialmente a todos sus invitados; a excepción de uno, Thomas Arnold; los acompañó al gran comedor, con todo su personal de servicio impecable, esperando órdenes de todos esos ricachones, no muy diferentes a ella. Cuando todos se encontraban cómodamente colocados y sirviendo sus platos, el sonido de la puerta abriéndose captó la atención de todos, observó a Arnold con furia, ella detestaba la impuntualidad, o debería haberlo hecho. Una mujer se mostró detrás de él, su esposa, sabía que se había casado hace poco, apenas un mes, y por dios, si hubiera sabido que era tan hermosa, definitivamente habría acudido a la boda, incluso si nunca lo hacía. Todos en la mesa se sintieron algo extrañados cuándo no los expulsó de la habitación, era lo más delicado que habrían esperado, en cambio, solo los invitó a sentarse y pedirle a los empleados que les sirvieran.

         Logró no mirar excesivamente ni fijarse demasiado en ella, Samantha. Aunque haber dejado el oído en una conversación ajena solo para conocer su nombre no fue exactamente una muestra de desinterés en ella, pero no podían culparla, era adorable. Tenía un cabello rojo oscuro, podía fácilmente hacerse pasar por un castaño oscuro pero si veías sus reflejos notabas los tonos rojizos asomando, sus ojos miel derramaban luz cómo si fuera una especie de ser puro y místico que trataba de purificarte, aquello retorció un poco la mente de Michelle, había desarrollado un tipo de aversión a aquellas mujeres que parecían tan puras, siempre que se acercaba a ellas el mundo acababa culpándola si ellas se volvían más rudas, menos permisivas y más lesb- una voz interrumpió el pensamiento.
        
         —¿Sabes quién es ella? —preguntó una voz familiar, era Archie Holder, quién rompía su capacidad de odiar a los hombres (no totalmente); era un niño consentido de una familia millonaria, en la actualidad. Puede que le tuviera más cariño por el hecho de que él en algún momento de su vida, luchaba por sobrevivir en las calles, pero alejando sus riquezas materiales, él era muy dulce, amable y alegre, nada que ver con las pirañas que se encontraban en la habitación.
         —No, solo sé que se casaron hace relativamente poco. —respondió.

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