El duque 2

206 15 13
                                    

La mayoría de los comentarios eran halagadores. Le dedicaron muchos elogios. Pero de vez en cuando intercalaban una crítica o una observación venenosa. Huelga decir que la Sra Marlow no se movió del féretro de Susana, escuchándolo todo. Para cuando sirvieron los postres yo aún no había aparecido, pero a nadie le importaba. La velacion resultó sumamente reveladora. Su única queja a la mañana siguiente, fue recordar que cuando Susana despertaba, fue que el muñón de la pierna le dolía de un modo insoportable a causa de haber estado acuclillada debajo de la mesa durante casi dos horas mientras escribía.
"Claro, si yo siguiera siendo un imbecil y Susana hubiera podido escribir en cuatro..."

Ya no recuerdo qué juicios u opiniones emitió aquella noche acerca de sus invitados. El hecho de que no recuerde los detalles no solo se debe a que ha pasado mucho tiempo, sino a que los secretos y la reclusión eran típicos de las Marlow. Pero a pesar de sus inseguridades y dudas siempre me pareció que era una persona fácil de tratar. La prensa local me hizo muchas preguntas... ¿Que podría decir? "La muy ramera se murió al contraer una bacteria cuando se hizo un aborto de un hijo que no era mío" De todas formas nunca nadie más se iba a enterar cual fue la causa de la enfermedad de "mi feliz prometida".
Sin embargo, la Sra Marlow, aunque confiase en mí no creo que yo llegara a entenderle completamente. Creo que nadie le entendía.
Por la razón que sea, la gente siempre me ha considerado digno de confianza. Supongo que se debe a que sé escuchar y siempre acepto a las personas como son. Quizá esto se deba a que tuve contacto desde mi llegada a New York con una amplia variedad de personas. Yo era como un niño aventurero en una gran ciudad. Y eso se lo debo a mi querida Candy... Candy, no supe más de ti, tampoco recuerdo haber recibido una respuesta a mi carta, ni siquiera un telegrama, seguramente ha de vivir protegida y cuidada como toda señorita de la alta sociedad por ser una Ardlay.

Cuando abandonamos la gran manzana vivimos unos meses en Londres, donde mi padre trabajaba en la construcción penitenciaría de Stateville. Pero mi madrastra y él no tardaron mucho en divorciarse. En 1918, nos trasladamos a Stradford Upon Avon, que probablemente era el área metropolitana más interesante de Inglaterra en aquella época. Había experimentado una reconstrucción y un desarrollo importantes desde el gran incendio de 1912. Los tranvías traqueteaban por todas partes. Nuevos edificios perforaban el horizonte en el centro urbano y en el ancho bulevar que zigzagueaba a lo largo de la orilla del Río Avon. Aunque aún los pobres sufrieron las penurias de la gripe española y el dinero escaseaba tanto como en cualquier otra parte del país, en la Ciudad de Shakespeare la vida crepitaba con toda su infinita diversidad. Sí, había colas para el pan y repartos de sopa y mendigos, pero además de todas las penalidades que toda la clase obrera sufría mucha gente se las ingeniaba para buscarse la vida y algunos hasta encontraban motivos para reírse y mirar el lado positivo de las cosas. Stradford era un lugar estupendo para que un duque inquisitivo y saludable como yo empezara a descubrir la vida nocturna de la gran ciudad. Nos instalamos en un pequeño castillo en Avon Boulevard, cerca de la calle Treinta y nueve, que era un vecindario relativamente aristocrático del lado sur.
Me encantaban las películas. Secretamente acariciaba el deseo de conocer algún día a las heroicas estrellas que me miraban desde la gran pantalla plateada. Fantaseaba en especial sobre Greta Garbo, Katharine Hepburn, Joan Crawford y Mae West. Viendo a aquellas mujeres hermosas se me abultaba la entrepierna.

En la acera de enfrente de donde vivíamos, en Avon Boulevard, estaba la iglesia católica Holy Angels. El cura párroco de allí empezó a aparecer en la puerta de la iglesia para observarme cuando yo pasaba hacia mi ronda cotidiana al parlamento. Era evidente que yo le interesaba. Recostado en la jamba, debajo de la cornisa de la entrada, informalmente vestido con pantalón y alzacuellos, cuando yo pasaba no me quitaba el ojo de encima. Era un hombre delgado y feo que aparentaba unos cuarenta años. Al principio yo intentaba evitar su mirada, pero bastaron unos días para que nuestras miradas se encontraran, y entonces sonrió. De algún modo yo sabía que detrás de su sonrisa amistosa había algo más que un mero saludo. Este pálpito se confirmó al día siguiente, cuando me hizo una señal de que me acercara.
—¿Cómo va todo, duque de Grandchester? —preguntó.
—Oh, muy bien, padre, gracias —contesté, depositando en el suelo mi cargamento de Whisky irlandés.
Aproximándose más me dijo que en su opinión yo trabajaba demasiado duro. Nos estrechamos la mano, nos presentamos y luego charlamos un par de minutos. Al recoger yo mis bártulos para marcharme me invitó a que fuese a tomar una sopa por la noche.
Le dije que seguramente volvería demasiado tarde, porque por lo general regresaba alrededor de medianoche. Esto no le disuadió lo más mínimo. Me dijo que estaría levantado a esas horas, preparando el sermón del domingo siguiente, y me advirtió que entrara por la puerta lateral de la rectoría. Me dejaría el cerrojo descorrido.
La invitación me abrió un mundo nuevo. Joven y lo bastante sano para que le volviera loco su voto de castidad, el sacerdote ansiaba un desahogo. A ver, parémonos a pensarlo. ¿Qué va a hacer un pobre cura célibe? ¿Ladrar a la luna y cascársela en el traspatio? No, el hombre anhelaba compañía, un compañero sexual de algún tipo. Y así fue como noche tras noche, cuando volvía de mis rondas, me colaba por la puerta lateral de la rectoría de Holy Angels. Al igual que me había ocurrido en mis experiencias en Edimburgo, no me parecieron nada abominables ninguno de los gustos o preferencias del cura. Nunca los cuestioné. Me parecían perfectamente normales. Pensaba que si resultaban agradables y producían placer, ¿por qué no disfrutarlos? Era de lo más lógico. ¿Entienden lo que digo?
Al final de la velada el clérigo, sudoroso y satisfecho, se enfundaba el pantalón, se excavaba los bolsillos y, sonriente, me daba una gran cantidad de monedas en prenda de su gratitud.
No me avergonzaba ni sentía culpa ni remordimiento por lo que había hecho. Al contrario, me causaba una innegable satisfacción saber que había aportado un poco de dulzura al prójimo. No veía nada malo en ello. En la medida en que yo podía comprenderlo, nuestros cuerpos estaban diseñados de un modo determinado y mi mente no albergaba la menor duda de que el sexo era esencial para la salud emocional, psicológica y física. Diablos, hasta los curas lo necesitaban.
La noticia corrió como la pólvora, sobre todo en una comunidad tan cerrada de hombres jóvenes o maduros que habían hecho voto de castidad y se morían de inanición sexual. Al cabo de unas semanas de mi primera sesión en la iglesia de Holy Angels, casi todos los clérigos católicos de la ciudad conocían mi existencia. No tardé mucho en entablar relaciones con una veintena de ellos, todos y cada uno de los cuales desesperadamente necesitados de gratificación sexual.
Sin embargo en muy poco tiempo y de la forma menos pensada, una tarde mientras tomaba una copa del mejor vino de consagrar, la garganta se me cerró... por un segundo pensé que me estaba atorando, así que escupí el vino que tenía en mi boca e inmediatamente después intenté pasar aire.
Nada.
La desesperación llegó y corrí hasta la puerta principal logrando que el aire volviera nuevamente a mis pulmones. Lo atribuí a la poca costumbre de tomar vino así que no acepté más.
Así hasta la noche siguiente; cuando al intentar subir las escaleras del castillo Grandchester, el aire que intentaba pasar por mis pulmones era insuficiente. Pase varios minutos intentando respirar normal pero no podía abarcar ni la mitad de una respiración. Por último perdí el conocimiento.
Cuando desperté, me encontraba en mi habitación junto con el médico encargado de la familia.
Había contraído la gripe española.

Fin

Terence Grandchester, la historia definitiva.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora