«¿Es hoy un buen día para morir?».
Es lo que me pregunto por la mañana al despertarme. En la mañana, cuando intento mantener los ojos abiertos mientras Marlon sigue escribiendo su agenda. En la mesa, a la hora de la cena, mientras engullo las judías verdes. De noche, mientras permanezco junto a él en la cama, porque mi cerebro no se desconecta por culpa de todo lo que tiene que pensar.«¿Es hoy el día?».
«No eres él. Y si no es hoy, ¿cuándo?».
Me lo pregunto también ahora que me encuentro en una estrecha cornisa a seis pisos de altura. Estoy tan arriba que prácticamente formo parte del cielo. Miro la acera y el mundo bascula. Cierro los ojos, disfruto de la sensación de las cosas girando. Quizá esta vez sí lo haga y deje que el aire se me lleve. Será como flotar en una piscina, dejarse arrastrar hasta que no haya nada.
No recuerdo cómo he subido hasta aquí. De hecho, no recuerdo prácticamente nada anterior al sábado, y nada que sea anterior a este invierno. Sucede siempre: la mente en blanco, el despertar. Soy como ese viejo con barba, Rip Van Winkle. Ahora me ves, ahora ya no. Cualquiera pensaría que ya me he acostumbrado a eso, pero esta última vez ha sido peor si cabe, puesto que no he permanecido dormida un par de días, o una semana o dos, sino que he permanecido dormida durante todas las fiestas, es decir, Acción de Gracias, Navidad y Año Nuevo. No sabría decir qué es lo que ha sido distinto esta vez, solo que cuando me desperté me sentí más muerta de lo habitual. Despierta, sí, pero completamente vacía, como si alguien se hubiese estado alimentando de mi sangre. Ahora estoy en mi sexto día desde que volví a despertar y en mi tercer mes de vivir en esta mansión.
Abro los ojos y el suelo sigue allá abajo, duro y permanente. Estoy en la torre que alberga la campana, en una cornisa de unos diez centímetros de ancho. La torre es pequeña, con unos pocos metros de hormigón rodeando lo que es la campana en sí, y luego este murete que actúa a modo de barandilla y al que me he encaramado para llegar donde estoy. De vez en cuando golpeo una pierna contra él para recordarme que está ahí.
Me sujeto por detrás, pensando que es una suerte que nadie se dé cuenta de ello, ya que, afrontémoslo, aparentar que no tienes miedo cuando estás aferrado a la barandilla como un pollo al palo del gallinero resulta complicado.De repente, alguien gira la cabeza y señala al cielo. Al principio pienso que me señala a mí, pero es entonces cuando la veo, a la chica. Está a escasos metros de mí, en el lado opuesto de la torre, también ha superado la barandilla para encaramarse a la cornisa, su cabello rubio oscuro se agita con la brisa, el bajo de su falda se infla como un paracaídas. Aunque estamos en Chicago y en enero, va descalza, solo con medias, y veo que sujeta las botas en la mano y tiene la mirada fija en sus pies o en el suelo, es difícil adivinarlo. Está paralizada.
Ni ríe ni pestañea, sino que se limita a mirarme desde detrás de unas gafas anticuadas que le ocultan casi toda la cara. Intenta dar un paso hacia atrás y su pie impacta contra el muro. Se tambalea un poco, y antes de que caiga presa del pánico, digo:
—No sé qué te ha traído aquí arriba, pero, a mi entender, la ciudad se ve más bonita y la gente más inofensiva desde aquí.Detrás de esas gafas tan feas, es bonita, parece casi una muñeca de porcelana. Ojos grandes, una cara dulce en forma de corazón, una boca que ansía esbozar una sonrisilla perfecta. Es una chica que vi en mi cancelación de compromiso con Neal.
—Pero, afrontémoslo, no hemos subido hasta aquí para disfrutar de la vista. Te llamas Lady, ¿no?
Pestañea una vez, y lo tomo como un sí.
—Candy White. Creo que hace tiempo estuvimos juntas en una fiesta.
Pestañea de nuevo.
—Odio las fiestas, pero no es por eso que estoy aquí. Lo digo sin ánimo de ofender, si es por eso que estás aquí arriba. Lo más probable es que seas mejor en las fiestas que yo, porque casi todo el mundo es mejor que yo, pero tranquila, no pasa nada, ya que destaco en cosas más importantes, como en la altura, en el sexo y en decepcionar constantemente a todos, por nombrar solo algunas. Por cierto, por lo visto eso que cuentan de que nunca acabas en el mundo real es verdad. Las fiestas, me refiero.
Sigo hablando, pero me doy cuenta de que estoy quedándome sin fuerzas. En primer lugar, divisó que ya llegó Marlon. Y en segundo lugar, empieza a llover, razón por la cual, con la temperatura que tenemos, acabará convirtiéndose en aguanieve antes de que alcance el suelo.
—Empieza a llover —digo, como si ella no lo viese—. Supongo que luego dirían que la lluvia arrastrará la sangre, que nos dejará hechas un amasijo menos complicado de retirar. Lo que me preocupa, no obstante, es eso del amasijo. No soy una engreída pero soy humana, y no sé tú, pero a mí en el funeral no me apetece dar la impresión de haber pasado por la trituradora.
Está tiritando o temblando, no lo sé muy bien, de modo que voy aproximándome a ella centímetro a centímetro, con la esperanza de no caer antes de llegar allí, porque lo último que deseo es quedar como una tonta más delante de esta chica.
—He dejado claro que quiero que me incineren, pero a la hermana Maria no le va.
Y la señorita Pony hará lo que ella diga para no disgustarla más de lo que ya lo esté, y además está lo de «eres demasiado joven para pensar en estas cosas, ya sabes que la tía abuela Elroy vivió hasta los noventa y ocho. No tenemos por qué hablar de eso ahora, Candy».
—De manera que me pondrán en un ataúd abierto, lo que significa que, si salto, no estaré nada bonita. Además, me gusta mi cara así, intacta: dos ojos, una nariz llena de pecas, todos los dientes, un detalle que, si quieres que te sea sincera mi sonrisa, es uno de mis mejores rasgos.Le sonrío para que vea a qué me refiero. Todo donde debe estar, al menos exteriormente.
Viendo que no dice nada, sigo aproximándome muy despacio sin dejar de hablar.
—Sobre todo, me sabe mal por el tipo de las pompas fúnebres. Vaya trabajo, y encima tener que ocuparse de una loca como yo.
Alguien grita desde abajo.
—¿Lady? ¿Es Lady la que está allá arriba?
—Oh, Dios mío —dice ella, tan bajito que apenas la oigo—. OhDiosmíoohDiosmíoohDiosmío.
El viento le levanta la falda y le alborota el cabello. Parece que vaya a salir volando.
Abajo se oye un murmullo y grito:
—¡No intentes salvarme! ¡Solo conseguirás matarte! —Y entonces añado, muy bajito, dirigiéndome solo a ella—: Mira, vamos a hacer lo siguiente. —Debo de estar a poco más de un palmo de la chica—. Quiero que lances los zapatos hacia donde está la campana y que luego te sujetes a la barandilla, simplemente que te agarres a ella, y cuando hayas hecho eso, que te apoyes bien y levantes el pie derecho para pasarlo por encima del murete. ¿Entendido?
—Entendido —dice, moviendo la cabeza en un gesto de asentimiento que casi le hace perder el equilibrio.
—No muevas la cabeza.
—Entendido.
—Y, hagas lo que hagas, no te equivoques de dirección y des un paso adelante en vez de darlo hacia atrás. Contaré hasta tres, ¿entendido?
—Entendido.
Arroja las botas en dirección a la campana y caen sobre el hormigón con un ruido sordo.
—Una. Dos. Tres.
Se agarra a la piedra y se apuntala. Luego levanta la pierna y la pasa por encima y queda sentada sobre la barandilla. Mira hacia el suelo y me doy cuenta de que se ha quedado paralizada, así que le digo:
—Bien. Estupendo. Pero deja de mirar hacia abajo.
Dirige lentamente la mirada hacia mí y con el pie derecho busca a tientas el suelo de la torre del campanario, y en cuanto veo que lo encuentra, digo:
—Ahora pasa la pierna izquierda como puedas. Y no te sueltes de la pared.
Tiembla con tanta fuerza que hasta le oigo el castañeteo de los dientes, pero veo cómo acaba juntando el pie izquierdo al derecho y sé que ya está a salvo.
De modo que solo quedo yo. Miro abajo una última vez, más allá de un pie —hoy llevo unas zapatillas deportivas con cordones —, más allá de las ventanas abiertas del cuarto piso, del tercero, del segundo.
Miro más allá de todo esto y me concentro en el suelo, que está ahora húmedo y resbaladizo, y me imagino tendida allí.«Podría saltar. Estaría hecho en cuestión de segundos. Se acabó Candy White. Se acabó sufrir. Se acabó todo».
Intento superar la inesperada interrupción que me ha supuesto salvar una vida humana y retomar lo que tenía entre manos. La percibo durante un minuto: la sensación de paz cuando mi mente se acalla, como si ya estuviera muerto. Soy ingrávida y libre. Nada ni nadie que temer, ni siquiera a mí misma.
Río solo de pensarlo. Río con tanta fuerza que casi me caigo, y me asusto —me asusto de verdad— y me agarro y Lady me sujeta justo cuando Marlon levanta la cabeza.
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Terence Grandchester, la historia definitiva.
Fiksi PenggemarCandy se quedó en el hogar de Pony, y esperó por mucho tiempo su milagro. Y finalmente llegó el día en que el duque de Grandchester escribió la carta tan anhelada. Y Candy dejó todo por ir tras de él. Esta es la versión punto a punto de toda Terryfa...