Epílogo

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El sol ya ha desaparecido.

La estancia está bañada por el azul mar del crepúsculo, y en la penumbra mis dedos parecieran blancos. Lentamente, vuelvo a colocar mis numerosos recuerdos en el joyero con incrustaciones. El tiempo pasado, todo lo que he perdido, todo lo que he logrado alcanzar...

He aprendido a convivir con el destino, con sus luces y sus sombras. El destino no siempre es oscuro; a veces es capaz de emitir una luz resplandeciente. Justo como dice la Señorita Pony, nunca sabes lo que te espera a la vuelta de la esquina. Aunque se deba soportar un dolor tan grande que desgarra el corazón, si lo afrontas sin miedo tendrás ciertamente, en la próxima esquina, un encuentro maravilloso y fascinante. Estoy convencida.

Sentada en la silla, aguardo a que mis recuerdos dentro de mi alhajero se calmen, dejándolos ir en un respiro sereno. En la penumbra, yo también suspiro ligeramente.

En ese momento, de repente, la luz de la estancia se enciende.
—Candy, ¿qué haces ahi en la oscuridad?

Escucho aquella voz dulce, capaz de hacer siempre que mi corazón lata con
fuerza. Él está aquí, frente a la puerta, y me mira dirigiéndome aquella sonrisa
que tanto adoro. No puedo creer que no escuché el sonido del auto con el que vino de
vuelta a casa.

—¡Bienvenido! —exclamo con la voz entrecortada.

Me levanto saboreando la alegría de poder pronunciar aquella palabra, y me arrojo a tomar su brazo extendido.

—¡Señora! Señora despierte...—Una voz me arrastra de nuevo a la realidad. Levanto la cabeza y veo unos ojos azules que me miran con tristeza.
—Albert —Susurro pero no me alcanza a escuchar, una mujer muy elegante lo llama, lleva en sus brazos un bebé de ojos azules mientras que Albert tiene otro igual agarrado a sus piernas.
—Señora, creo que se quedó dormida... su bebé está llorando, creo que la necesita. —Miro hacia abajo y encuentro una criatura en una canasta vieja y sucia, yo también lo estoy. Soy una indigente y Albert está en la vereda frente a mi. No me ha reconocido...
—William, los niños llegarán tarde... los primos los esperan, dale suficiente dinero para que pueda atender a su bebé pero por favor, ya vámonos.
—Si Alexandra, enseguida estoy contigo. Señora... ¿Puedo ayudarla con su bebé?— Me dice pero no puedo levantar la cabeza ni responder, saca una bolsa de monedas y la deja furtivamente dentro de la canasta donde está el bebé. Mi hijo con Marlon, que también murió de la gripe española... igual que Terry... Albert se marcha mientras yo dedico un momento a alimentar a la criatura y los recuerdos de mi encuentro con Terry regresan una vez más:

Ningún ruido.

Empujó la puerta.
La empujó con la punta del dedo, levemente, con esa suavidad furtiva e inquieta de un gato que quiere entrar.
La puerta cedió a esa presión y se movió de una forma imperceptible y callada que agrandó un tanto la rendija.
Esperó un momento, luego empujó la puerta otra vez, con mayor atrevimiento.
Siguió cediendo en silencio. La abertura era ahora suficientemente grande para permitirme el paso. Pero había cerca de la puerta una mesita que formaba con ella un ángulo molesto y tapaba la entrada.
Se percató de esa dificultad. La abertura tenía que ser mayor, no quedaba más remedio.
Se decidió y empujó la puerta por tercera vez con más energía que las dos anteriores. En esta ocasión, una bisagra mal engrasada soltó de pronto en la oscuridad un grito ronco y prolongado.

Candy se sobresaltó. El ruido de aquella bisagra le sonó en los oídos como algo tan estridente y tremendo como la trompeta del juicio final.
En las exageraciones fantásticas del primer minuto, llegó casi a imaginarse que aquella bisagra acababa de cobrar vida, una vida terrible, y ladraba como un perro para avisar a todo el mundo y despertar a quienes estuvieran durmiendo.
Candy se detuvo, trémula, espantada; iba de puntillas, avanzando de golpe los pies y apoyó los talones. Oyó cómo le palpitaban las arterias en las sienes como dos martillos de herrero y le dio la impresión de que le salía el aliento del pecho con el ruido del viento que sale de una cueva. Le parecía imposible que el tremendo clamor de aquella bisagra airada no hubiera inmutado a todos los de la casa igual que la sacudida de un terremoto; había empujado la puerta y ésta se había alarmado y había llamado; el moribundo duque que le habían dicho de aquella habitación iba a levantarse, las dos enfermeras chillarían, acudiría gente a socorrerlas; antes de un cuarto de hora, la ciudad estaría sobre aviso, y los gendarmes, alertados.
  Por un momento se creyó perdida.
Se quedó en el sitio, petrificada como la estatua de sal, sin atreverse a hacer ni un movimiento.
Pasaron unos minutos. La puerta se había abierto de par en par. Se arriesgó a echarle una ojeada a la habitación.
   Nada se había movido. Prestó oído. Nada rebullía en la casa. El ruido de la bisagra no había despertado a nadie.
Había pasado el primer peligro, pero aún le quedaba por dentro un horrible tumulto. Sin embargo, no retrocedió. Ni siquiera al creerse perdida había retrocedido. No pensó ya más que en acabar cuanto antes. Dio un paso adelante y entró en la habitación.
La habitación estaba completamente tranquila. Se divisaban acá y allá formas confusas e inconcretas que, de día, eran papeles dispersos encima de una mesa, libros infolio abiertos, tomos apilados encima de un taburete, un sillón cargado de ropa, un reclinatorio, y que, a aquellas horas, no eran ya sino rincones tenebrosos y lugares blanquecinos. Candy anduvo sigilosamente, con cuidado de no tropezar en los muebles. Oía, al fondo de la habitación, la respiración irregular y dificultosa del duque dormido.
Se detuvo de pronto. Estaba junto a la cama. Había llegado más deprisa de lo que se esperaba.
La naturaleza entremezcla a veces sus impresiones y sus espectáculos con nuestros actos en algo semejante a un sentido de la oportunidad brumoso e inteligente, como si quisiera hacernos reflexionar. Una nube grande llevaba casi media hora tapando el cielo. En el preciso instante en que Candy se paró junto a la cama, la nube se abrió, como si lo hubiera hecho aposta, y un rayo de luna, cruzando por la ventana alargada, le iluminó de pronto la cara pálida y ojerosa de Terry.

Candy dió un respingo a tiempo en que se llevó las manos hasta la mascarilla que cubría su rostro. El duque no era su padre.
—¡Terry! —Susurró.
Y tal como si hubiera estado esperando su llegada, Terry emitió una última sonrisa.
—Doña Pecas— alcanzó a decir con su último aliento, para casi inmediatamente después dejar de respirar y morir.

Terence Grandchester, la historia definitiva.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora