Disociación 2

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"Creo que los únicos que reaccionaron como hombrecitos fueron Roberto, Alexander y Tom. Los demás estábamos congelados por los nervios y la emoción. Aunque tampoco necesitamos mucho tiempo para espabilar, pues la energía de Micaela de trece años, se hizo presente desde el minuto cero.
—¡Oh vamos, nos os quedéis ahí parados como bellotas!
Dio varias zancadas decididas y, meneando las caderas, entró en la galería observándola toda como una pequeña exploradora.
Alexander, que conocía a las chicas, hizo las pertinentes presentaciones y todo el grupo se encaminó a la habitación que sería durante muchas noches nuestro pequeño microcosmos. Pactamos vernos cada viernes y sábado a la misma hora en aquel lugar que fuimos acomodando a nuestro antojo. Tom consiguió varias velas y lámparas de aceite en sus incursiones al pueblo; otros, mantas para sentarnos, cigarrillos, revistas y libros... Una noche los chicos nos sorprendieron con varias botellas de vino y pan con azúcar.
¡Aquello era increíble!
—Estas monjas son unas borrachuzas empedernidas —decía mientras bailaba en círculos con los brazos estirados y se reía—. Tienen un almacén repleto de esas botellas. Ni en cien años se beberían todo ese vino."

Con qué poco uno se conforma cuando no tiene nada... Y cuánto nos quedaba por vivir sin apenas ser conscientes todavía de los buenos momentos que nos aguardaban. Sin embargo, aún quedaba lo peor, al menos para mí. Se formaron fuertes lazos de amistad, de amor eterno, algo que en estos tiempos ha dejado de tener significado, pues ya no existen las largas esperas para querer o demostrar los sentimientos a través de una carta escrita o un primer beso.
—Disociación, querida Candy. —Solo alargo y degusto los recuerdos buenos que aún conservo, pues más tarde todo se tornó desagradable y traumático. Mataron nuestra inocencia y nuestros anhelos más profundos, y me hicieron mujer demasiado rápido.

«No temeré al dolor porque me hace fuerte...»

Despertó sobresaltada una vez más y envuelta en un sudor pegajoso. Estaba confusa, desorientada. Encendió la luz de la lámpara de la mesita, miró la hora y se quedó inmóvil en la cama. ¿Qué había sido aquella pesadilla tan horrible? Eran las dos de la madrugada y el corazón iba a salírsele del pecho. Se incorporó con la intención de recuperar el aliento y sintió miedo al revivir aquel mal sueño.

¿O no era un sueño?

"Tom estaba desencajado y temblaba—. ¡Tom! ¿Qué ha pasado? ¿Dónde están los demás?
Y entonces vio al resto: Robert junto a la fuente de piedra; Jeremías con la cara roja y el labio partido apoyado en Leonardo, y Alexander con rostro descompuesto junto a la tapia. Empujó a Tom para que recuperara la cordura, estaba llorando y no dejaba de murmurar palabras ininteligibles.
—¡Tom! ¿Qué ha pasado?
—El profesor... El profesor de matemáticas. El profesor Valdespino. Estaba con Tom en el aula de arriba, estaba castigado y le ha pegado. ¡Mira su labio!
—¿Y qué tienen que ver los demás? ¿Qué pasa? ¿Por qué les pegan a ellos?
Tom no fue capaz de apartar la vista de los golpes que estaba recibiendo Jonás en la espalda. Su amigo tenía el cabello por los ojos y permanecía recto con la mirada clavada en Valdespino, un profesor de menos de treinta años, de rostro níveo y pelo negro y corto que mantenía la nariz tapada con un pañuelo ensangrentado.
—Le gustan de ojos verdes —les susurró a Candy un muchacho mayor antes de irse hacia las escaleras.
—¿Cómo? —No daba crédito a lo que acababa de escuchar. Se volvió hacia Tom y lo zarandeó—. ¡Tom, háblame! ¡Dime qué demonios ha pasado!
—¡Ha intentado propasarse con Robert! —gritó fuera de sí—. ¡Tom lo insultó y Valdespino le pegó!
—¡Cálmate! —imploró—. Escucha... Cálmate y dime qué ha pasado. No grites así.
   El sonido de los golpes cortaba el aire. Uno tras otro, uno tras otro...
—Robert gritó... gritó como un loco y salió despavorido del aula. Nosotros pasábamos por delante y cuando lo vimos, Jonás y Richard entraron y le rompieron la nariz a Valdespino.
Había mirado a su amigo. Sus ojos apenas se movían, estaban fijos en un punto: en Jonás y Richard. Recordó el momento en el que quiso avanzar con la intención absurda de parar aquello. Richard lo había mirado discretamente, como si le dijera: «No lo hagas, no vengas, no debes hacerlo».
Valdespino había descargado su furia sobre Jonás hasta que este hundió las manos sobre la tierra y se quedó a cuatro patas con la cabeza gacha y la espalda llena de brechas.
—Richard... —había sollozado Tom a su lado.
Pero Richard sonreía. Había elevado la vista por encima del tumulto, del polvo y de la tierra que se alzaba sobre sus caras, y había mirado directamente a los ojos a Valdespino. Quien lanzó su primer golpe certero y el sonido de la vara contra la carne de Richard retumbó en sus cabezas, revolviéndoles las entrañas.
—No pueden hacer eso. No está bien. No está bien. ¡No pueden! —mascullaba una y otra vez Tom.
«No. Basta ya.»"

Candy se levantó de la cama, entró en el baño y abrió el grifo para mojarse la cara y la nuca con agua fría. Cerró los ojos tratando de no hacer caso a sus recuerdos y volvió a la cama, pero aquellas imágenes no se iban de su mente.
Pero era imposible. Todavía veía a Richard y a Jonás sobre la tierra con las rodillas clavadas en el barro y las manos por delante respirando aceleradamente. Sus espaldas eran un enjambre de heridas. Valdespino tenía la camisa por fuera del pantalón y el sudor le caía a chorretones por la cara enrojecida y colérica.

"—¡Todos a las aulas! —gritó dando largas y torpes zancadas mientras se dirigía a las escaleras seguido del resto de profesores—. ¡Vamos!
Valdespino había desaparecido y el tumulto permitió que ellos pudieran avanzar hasta sus amigos.
—Hijo de puta... Maldito hijo de puta —mascullaba Alexander mientras intentaba levantarlos del suelo con la ayuda de Leonardo—. ¡Robert!
Robert no dejaba de llorar e hipar. Estaba paralizado por el miedo y miraba la escena como si emiera quemarse si se acercaba demasiado.
—Robert, ¿qué ha pasado? ¿Qué te ha hecho ese granuja? —preguntó Alexander.
Él se sorbió los mocos y negó con la cabeza una y otra vez. Fue Tom quien, tras ponerse la camisa, se giró hacia él y lo devolvió a la realidad.
—No llegó a tocarte, ¿verdad?
—Lo intentó... De veras que lo intentó, pero yo le insulté. Le dije que era un cerdo degenerado. ¡Un puto asqueroso de mierda y que me daba asco!
—Lo mataré —rugió Richard en un arrebato de ira—. Mataré a ese hijo de puta, mataré a Valdespino. Los mataré a todos.
Fue entonces que ella se adelantó, corriendo detrás del profesor de matemáticas dispuesta a defender a todos sus amigos... Ni siquiera les habían vendado o les habían medicado para que el dolor remitiera. ¡Nada!
No lo alcanzó.
Pero aquella noche ocurrió algo que cambiaría su vida en el hogar de Pony por un breve tiempo.
Oyó pisadas sobre las baldosas de mosaico del pasillo y sintió aquel miedo atenazador que les envolvía a todos.
—Escúchame, Candy. Voy a prometerte esto, —Era la voz de Valdespino sobre su rostro —pero necesito que estés muy callada. Va a dolerte, pero es señal de que todo se arreglará. ¿Me has entendido?
Ella asintió muy despacio y apoyó la mejilla sobre la almohada.
—Si sientes la necesidad de gritar, muerde la almohada, pero no hagas ni un solo ruido. Si lo haces, alguno de ellos aparecerá en lo que canta un gallo y yo lo tendré que matar.
Candy sintió una mano bajar y su bata de dormir subió..."

    «No temeré al dolor porque me hace fuerte...»

Miró al techo. La habitación era demasiado clásica para aquellos dos apliques modernos. Fue un pensamiento estúpido, una forma de alejarse de todas aquellas imágenes, de aquellos recuerdos. Sentía los latidos de su corazón un poco más lentos y relajados y le dio gracias a Dios por no haber sufrido un infarto aquella noche. ¿Por qué tanta reminiscencia de repente?

Terence Grandchester, la historia definitiva.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora