No eres ella

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Terius caminó rápidamente por la calle Octava, con una boina que ocultaba su rostro y las manos hundidas en el bolsillo del abrigo. De vez en cuando volvía la cabeza.
  La noche era clara, estrellada, y una luna muy pálida, en cuarto menguante, navegaba por el cielo como si la empujara el viento helado que barría también las calles neoyorquinas.
  El hombre se detuvo al llegar al portal de una casa de varios pisos, de regular aspecto. Pasó un automóvil, iluminando la calle con el potente resplandor de sus faros. Terius esperó a que se hubiese alejado el vehículo y entonces abrió el portal con una llave que extrajo del bolsillo.
  Una vez dentro, y después de oprimir el conmutador de la luz, dirigióse al ascensor que le condujo en pocos momentos al sexto piso. Una segunda llave le franqueó la entrada de uno de los departamentos. Cerró tras él, encendiendo la luz. Estaba en un pequeño hall. Se quitó el gabán y el sombrero y se frotó las manos, satisfecho.
  Terius hombre era de regular estatura, robusto; vestía un traje gris de buen corte y calzaba zapatos de ante; tenía el cabello de color castaño, lacio y revuelto: el cutis ligeramente bronceado y ojos color mar. No pasaría: de los veintitrés años, pero las espaldas un poco encorvadas y las gafas de carey que cabalgaban sobre su correcta nariz, le Hacían parecer más viejo.
  Del interior de la casa llegó hasta él una agradable y bien timbrada voz femenina.
  —¿Eres tú, John?
  El recién llegado se envaró, quedando unos instantes inmóvil, con los músculos de la cara tensos, muy pálido. Se rehízo enseguida y avanzó por el pasillo sin contestar. Entró en la primera habitación de la izquierda.

  Un cuarto de estar acogedor simpático, amueblado con lujo. Había un tresillo de cuero, un mueble-bar un secretaire, media docena de sillas, una lámpara de pie y radio empotrada en la pared.
  La mujer que, tendida en el cómodo sofá, leía con displicencia una revista de espectáculos y fumaba un cigarrillo, hubiera llamado la atención de cualquiera. Estaba en pijama, un pijama seda, azul pálido, que moldeaba su cuerpo joven, esbelto, de curvas deliciosas. Calzaba unas chinelas rojas de piel.
  Al ver que entraba se puso en pie vivamente, con un gesto de sorpresa en el agraciado semblante. Terius se la quedó mirando, sonriendo; una sonrisa, irónica, triste, amarga. Había cierto temblor en su voz al exclamar:
  —Lo siento, nena. No soy John.
  Ella se mordió los labios. Estaba confundida y furiosa a causa de la equivocación cometida. Una de esas equivocaciones que no tienen fácil arreglo. Tras unos momentos de vacilación, dejó el cigarrillo en el cenicero y se acercó al individuo, que se había quedado inmóvil en el centro de la estancia, esperando la reacción de ella. Al fin la mujer habló; su acento era forzado.
  —Terry —dijo—. Es una sorpresa...
  —No necesitas jurarlo. Salta a la vista, que no me esperabas esta noche. ¿Quién es John?
  —No lo que tú estás pensando. John es mi jefe.
  —Lo dices de un modo tan convincente —exclamó él irónico— que casi estoy por creérmelo. De manera que es tu jefe. Y tiene la llave de tu piso y costumbre, por lo visto, de entrar a cualquier hora de la noche.
  —Te aseguro que estás equivocado —repuso la muchacha—. Había ya logrado dominar la sorpresa y se expresaba con vehemencia. —Yo tengo relación con muchos hombres, nunca te lo he ocultado. Pero sólo te quiero a ti.
  Dio tres pasos más, hasta quedar parada junto a él, frente a frente, y le echó los brazos al cuello.
  Terius Grandchester contempló fijamente su maravilloso rostro; los ojos verdes, rasgados el cutis blanco, terso, con unas cuantas pecas; la larga melena de rizos rubios, que le caía en cascada bajo los hombros; los labios rojos, prometedores y frescos.
  Se dejó besar, manteniéndose quieto. Los labios de la joven estaban fríos; parecía como si no tuvieran vida. Se separó ella al cabo de unos momentos, como extrañada de que Terius no cediera a su mágico poder de sugestión y le miró, sonriendo:
  —Debo decirte...
  —No digas nada —la atajó él—. Todo lo que dices son mentiras. Vamos a sentarnos.
  Tomó asiento en el sofá. La muchacha cogió de a mesita una caja de cigarrillos y alargó uno a Terius. Encendieron ambos.
  —¿Te preparo algo de beber?
  —No gracias.
  Durante unos instantes, Terius fumó en silencio, con la mirada perdida en el espacio. Se encontraba en el momento más trascendental de su existencia, aunque su indiferente apariencia no lo demostrara. Era ahora un hombre abúlico, al que costaba mucho trabajo reaccionar, y que solía mostrarse inalterable lo mismo cuando procedía con acierto que cuando cometía errores. Las pasiones, los sentimientos, hasta las ideas, permanecían siempre ocultas en su introvertido espíritu y cuando las manifestaba era en el escenario.
  —Comprendo que las apariencias me acusan —exclamó ella, mimosa—, pero debes escucharme.
  —He dicho que no. Nada de explicaciones. De todas formas no iba a creerte. Es mejor que me oigas tú a mí.
  Terius hizo una pausa; aplastó el cigarrillo en el cenicero, se quitó maquinalmente las gafas, limpiando los cristales con una impecable gamuza que sacó del bolsillo del chaleco; luego prosiguió, con voz impersonal.
  —No me ha sorprendido demasiado saber que me engañabas. Lo suponía. He dudado de ti desde que te conozco; he vivido siempre con el temor de ver confirmadas en cualquier momento mis sospechas. ¿Te extraña? Debías creerme muy tonto, y no lo soy tanto. ¿En serio has pensado que iba a tragarme todas tus, mentiras? ¿Imaginas, acaso, que no me miro nunca al espejo? Probablemente ese John será un tipo alto, guapo, apuesto... —La muchacha escuchaba, mordiéndose los labios, y tratando de disimular, su rabia. La estúpida indiscreción cometida podía, costaría muy cara. Y estaba descubriendo en Terius, a través de sus palabras, una faceta, desconocida para ella, de su personalidad. Le había, creído siempre un pobre imbécil sometido a su voluntad, incapaz de darse, cuenta del engaño. Y, al parecer, no era así. Había menospreciado con exceso su inteligencia.
  —Por favor, Terry. Yo quería decirte...
  —Es tarde. Estaba dispuesto a todo, por ti. A robar, a matar, a convertirme en Un criminal y a traicionar a mi patria; el peor delito que puede cometerse. Y estaba dispuesto a todo eso fíjate bien, a sabiendas de que tú no querías y de que tu amor no era más que el precio lo que pagabas por conseguir tus fines.
  —Escúchame...
  —¡No! Déjame seguir. A una cosa solamente, no estaba dispuesto a compartirte con otro... o con otros. Ignoro si lo que siento por ti es amor, o pasión, o ambas cosas a la vez. He sido un juguete en tus manos, porque ese sentimiento que me inspiras es más, fuerte que yo. Los hombres somos, tan idiotas, que cuando nos enamoramos de una mujer llevamos a cabo toda clase de disparates, aunque en el fondo estemos, convencidos de que caminamos a marchas, forzadas hacia el abismo. Éste es mi caso.
  Calló Grandchester unos momentos, pero antes de que ella pudiera decir nada, continuó:
  —Tú misma me has hecho detenerme cuando quizá no sea todavía demasiado tarde, para mí. He vivido a tu lado muchas horas felices, las más felices de mi existencia, y eso también vale algo, sobre todo, para un hombre como yo que siempre fue un fracasado con las mujeres. Por eso no te reprocho nada ni voy a hacerte, una escena. Sería ridículo... Estamos en paz.
  —¿No hay medio de que me escuches, Terry? —Al formular la pregunta, la muchacha se apretó contra el cuerpo de Terius y le acercó los labios.

—No, no te escucho. Serías capaz de convencerme y no lo deseo. Esta noche venía a darte una sorpresa y a consumar definitivamente mi traición hacia mi mismo. Tú me has salvado. En cierto modo —terminó— debo darte las gracias.
  —¿Qué quieres decir?
  Terius extrajo del bolsillo interior de la americana un voluminoso sobre azul, y jugueteando con él, declaró:
  —¿Ves esto? Es lo que tanto ansiabas y por lo que vendías tu amor y estabas dispuesta, tú o los que te mandan hacia mi, he aceptado el legado de mi estirpe, ahora soy el duque de Grandchester, pero tú... ¡Tú no eres ella!
Y así sin mirar atrás Terius abandonó a la mujer que había logrado hacer que regresara a sus raíces.

Terence Grandchester, la historia definitiva.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora