1 | Todo lo que yo sí he olvidado

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1 | Todo lo que yo sí he olvidado

Maeve

Hay aproximadamente 8.000 kilómetros de distancia entre Florida y este pueblo cuyo nombre apenas sé pronunciar.

La última vez que estuve aquí tenía seis años, el pelo rizado corto a la altura de las orejas y la certeza de que era una niña feliz. Ahora miro por la ventanilla, hacia las calles cubiertas de nieve, y me da rabia no acordarme de nada. Son solo las cinco de la tarde, pero fuera está tan oscuro que parece de madrugada. La iluminación del pueblo es más bien escasa; habrá, como mucho, una farola cada trescientos metros. Los faros del taxi pasan a ser lo único que alumbra el camino cuando nos adentramos en el bosque.

Con un tembleque molesto en la pierna, reviso la dirección que apunté en las notas del móvil: 614 2501. Sarkola, Pirkanma.

Parece un trabalenguas. O un conjuro.

Pero no.

Es el pueblo de mi madre.

Durante un tiempo fue el mío también. No reniego de mis orígenes; simplemente no los recuerdo. Para mí no hay nada «familiar» en los árboles altísimos que bordean la carretera, ni en las casas de madera, con las paredes rojas y el tejado gris, que acabamos de dejar atrás. Me hubiera gustado ver fotografías antiguas de mamá, pero mi padre apenas guarda recuerdos suyos, así que no tengo nada. He venido a ciegas. Ni siquiera pude encontrar mucha información en internet, más allá de que es un pueblo pequeño, de unos seiscientos habitantes, donde ni siquiera hay un supermercado. Seguro que es el último lugar en el mundo al que cualquier persona en su sano juicio querría venir.

Y yo he gastado buena parte de mis ahorros para llegar aquí.

He perdido la cuenta de las horas que llevo de viaje. Según lo que ponía cuando compré los billetes, han sido treintaiséis, entre trasbordos y trayectos de avión y de autobús. He dormido en aeropuertos, pasado unos seis controles de seguridad y perdido el sentido del tiempo. Era de día cuando salí de Florida y ahora ya ha anochecido, pero no sé cuántos días han pasado, ni si es viernes, sábado o domingo. No tengo billete de vuelta. Aunque todo el mundo sabe que me caracterizo por tomar decisiones impulsivas, puedo imaginarme lo que diría Mike si me viera en estas circunstancias.

«Esto es demasiado, incluso para ti.»

Aparto esos pensamientos de mi mente antes de que vuelvan a torturarme, tal y como han hecho durante las últimas treintaiséis horas.

Olemme täällä, neiti. ­—El taxista me mira por el espejo retrovisor. Ha parado el coche, por lo que no necesito entender el idioma para saber lo que me ha dicho: por fin hemos llegado.

Miro de nuevo por la ventanilla. En algún lugar ahí fuera, sumergida en la oscuridad del bosque, está la antigua casa de mi familia. Lleva inhabitada quince años, desde el día que nos fuimos. No sé muy bien qué esperaba al llegar aquí. Quizá que entraría, utilizando la llave que guardaba como un tesoro en el cajón de mi mesilla —es uno de mis únicos recuerdos de mamá— y que, al volver a la casa en la que pasé mis primeros años de vida, todo volvería a ser como antes. Que por fin sentiría que he encontrado mi lugar. Que podría decirle adiós a esa soledad pesada, dolorosa y punzante que me acompaña desde hace años.

Además de impulsiva, a veces soy muy ingenua.

El conductor frunce el ceño al notar que no respondo. Debería abrir la puerta y salir del coche de una vez. No lo hago.

—¿Conoce un hostal cercano? —inquiero en su lugar. Me tiemblan las manos. Lo disimulo metiéndolas bajo mis piernas. Por una vez en mi vida, tengo que ser sensata: no puedo pasar la noche aquí. La casa está en medio del bosque y lleva muchos años abandonada; lo más seguro es que no tenga agua, calefacción ni electricidad. No puedo enfrentarme a todos esos problemas ahora—. Un hostal —repito al ver su cara de confusión—. ¿Un hotel? Para dormir.

Todos los lugares que mantuvimos en secreto | 31/01 EN LIBRERÍAS Donde viven las historias. Descúbrelo ahora