13 | El país de los mil lagos

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13 | El país de los mil lagos

Maeve

A la mañana siguiente, Nora me concreta una entrevista con su jefa, como prometió, y, para mi sorpresa, resulta que le parezco perfecta para el puesto. Sospecho que su decisión está más motivada por la escasez de nativos por la zona y la consecuente falta de opciones que por mis habilidades para enseñar inglés, pero el caso es que ese mismo día me ofrece un trabajo a media jornada. Y, como yo también estoy desesperada, le digo que sí.

Así es cómo empiezo a dar clases.

A niños de diez años.

Que son, sin ninguna duda, peores que los de seis.

—¿Quieres que me pase a recogerte? Tengo que ir a la ciudad a comprar un par de cosas. —Trato de sujetar el teléfono entre el hombro y la mejilla mientras John habla al otro lado de la línea. Acabé las clases hace media hora y tengo el escritorio hecho un desastre; hay lápices, fichas y tarjetas didácticas por todas partes. Debería ser previsora y comprarme una carpeta. O seis.

—¿Te importa venir en media hora? Así me da tiempo a terminar. Si me pasas la lista de la compra, puedo ir al supermercado en cuanto salga e ir adelantando.

Aguardo en silencio y rezo porque no le parezca demasiado sospechoso y simplemente diga que sí, y, por suerte, funciona. Tengo una sonrisa de satisfacción en la cara cuando me cuelga el teléfono.

Un rato después, me he resignado a meter a presión todo el fajo de papeles en mi bolso y ya estoy fuera de la academia. Tenía pensado quedarme trabajando hasta tarde y coger el último autobús hasta Sarkola, pero la idea de hacer el trayecto en coche es demasiado tentadora como para decir que no. Además, tengo todo el fin de semana por delante para preparar las clases de la semana que viene. No tenía ni idea de que ser profesora —auxiliar, de speaking— requiriese tanto compromiso. Desde que acepté el trabajo, no ha habido día en el que no haya trasnochado buscando actividades en internet, organizándolas e imprimiendo las fichas. Y eso es solo la parte fácil del trabajo. Es una suerte que casi siempre haya otro docente en el aula cuando me toca dar clase a mí, porque todavía estoy aprendiendo a tratar con los alumnos. Aunque la mayoría son un amor, también hay algún otro al que le gusta hacerse el graciosillo y ponerme en apuros. No se atreven a interrumpirme ni mucho menos a faltarme el respecto, pero sí que hacen... bromas. El otro día, por ejemplo, le pregunté a uno de ellos por su animal favorito y me contestó «dick» (pene) en vez de «duck» (pato). Toda la clase estalló en carcajadas. El niño en cuestión se disculpó enseguida y me aseguró que había sido una equivocación tonta, pero su sonrisa canalla delató que sabía perfectamente lo que estaba diciendo.

Cuando se lo conté a Nora, me dijo que no me preocupara, que podría haber sido peor. Connor se descojonó de mí durante un buen rato y me confesó que él habría hecho lo mismo si hubiera estado en mi clase. Yo estoy convencida de que ya hacía lo mismo cuando estaba en clase. Me compadezco del profesor que tuviera que aguantarlo.

Aun así, la verdad es que incluso con esos pequeños detalles —que, fuera de mi papel de «docente», me hacen bastante gracia—, me gusta trabajar en la academia. Voy cinco días a la semana, acompañada de Niko cuando él también tiene clase y sola cuando no, y estoy cogiéndole el gusto a esto de tener una rutina. Creo que necesitaba tener algo que hacer. Una responsabilidad. Y, pese a que el sueldo no sea nada del otro mundo, al menos me permite echarles una mano a Hanna y a John siempre que se me presenta la oportunidad.

—Tenía que haberme olido tus intenciones —suspira John cuando detiene la camioneta frente a mí con la ventanilla bajada y me ve en la puerta del supermercado, rodeada de bolsas de comida.

Todos los lugares que mantuvimos en secreto | 31/01 EN LIBRERÍAS Donde viven las historias. Descúbrelo ahora