4 | Viejos amigos

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Connor

Me aprendí el nombre completo de Maeve, su canción favorita y todas las cosas que la hacían reír mucho antes de aprender a contar hasta diez.

No recuerdo mucho de la primera vez que la vi; solo lo que mis padres me han contado. Sé que Amelia, su madre, la trajo a casa para presentárnosla a los pocos días de nacer, cuando Sienna tenía diez años y Luka y yo solo dos. Y que mi primera reacción al verla fue decirle a Amelia que su hija parecía un muñeco feo, arrugado y gruñón —nunca se me ha dado bien eso de pensar las cosas antes de decirlas—. Mamá me tiró de las orejas, me obligó a acercarme a ese bebé regordete y horroroso y me dijo: «no es tu hermana de verdad, pero a partir de ahora la tratarás como si lo fuera».

Y fue así como crecimos.

Como hermanos.

A partir de ese momento, no hay un solo recuerdo de mi infancia en el que Maeve no esté presente. La primera vez que me partí un diente fue haciendo carreras con ella con nuestros viejos trineos. Quiso llamar corriendo a nuestros padres, pero yo me hice el duro, le aseguré que estaba bien y le dije que iba a ser capaz de tirarme desde una colina aún más alta. Ese día también me rompí un brazo. Llevé la escayola el primer día de colegio. Ningún niño quiso firmármela, así que, cuando volví a casa, ella me la llenó de dibujitos. También fue la primera en aprender a escribir bien mi nombre. Por aquel entonces todos los niños pensaban que era solo con una ene. Maeve siempre lo escribía con las dos.

El día que murió el abuelo Sam, me dijo que no entendía por qué la gente tenía que morirse. Maeve no conocía a sus abuelos: los padres de Amelia habían fallecido hace años y Peter no se llevaba bien con los suyos. Yo le contesté que ese era el orden natural de las cosas. Ni siquiera sabía lo que significaba eso, pero papá solía decirlo mucho.

Esa noche, mientras estábamos sentados fuera, en el porche, viendo la nieve caer, señaló la aurora boreal y me dijo que, de ahora en adelante, cada vez que la viera tenía que pensar en el abuelo Sam.

«Se van al cielo para fabricar las auroras boreales», me aseguró. «Es el orden natural de las cosas».

Han pasado quince años y a veces todavía lo pienso.

Cuando pasas tanto tiempo con una persona, la línea entre su personalidad y la tuya comienza a difuminarse; desayunábamos los mismos cereales, veíamos los mismos programas de televisión, contábamos los mismos chistes, soñábamos con las mismas cosas. Tenía seis años cuando decidí que seríamos mejores amigos para siempre.

Y solo ocho cuando tuve que verla marchar.

Recuerdo ese día como si hubiera sido ayer. Amelia y mamá lloraban. Maeve también. Y, mientras tanto, Peter, ese hombre que nunca había tenido una palabra amable para ninguno de nosotros, las miraba impasible desde el coche. Recuerdo que pensé que iba odiarlo siempre. Cuando Maeve me dijo entre lágrimas que no quería irse, le prometí que pronto volveríamos a vernos.

Era solo un niño, pero sabía un poco sobre el mundo de los mayores.

Acababa de contarle una mentira.

Ni ella ni Amelia iban a regresar.

No solté ni una lágrima hasta que estuve a solas en mi habitación.

Durante los meses siguientes, le pregunté a mamá por ella todos los días. Cuando nos enteramos de lo que le había sucedido a Amelia, todos quisimos viajar para verla. Pero los pasajes eran caros y no había forma de llegar a tiempo, y después Peter dejó de responder a nuestras llamadas. El contacto escaso que manteníamos pasó a ser inexistente.

Todos los lugares que mantuvimos en secreto | 31/01 EN LIBRERÍAS Donde viven las historias. Descúbrelo ahora