Madre del dolor

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Su caminar vago, como de pasos raquíticos. Trotes suaves entremezclados en la marcha denotan su inquietud impaciente, nace en él una sensación en el pecho… Y no hablo de aquellas emociones intensas, ya sean el amor o el rompimiento, hablo de sensaciones literales, picazón en el tórax y calambres por doquier.
–¡Que alguien me arranque el pecho, que alguien me lo arranque!
Extiende sus manos mientras comienza a correr, no da más de sí. Su gemir angustiante cae en el mar y le rebotan las olas, casi como un partido de vóley que no quiere acabar. Comienza a rodar mientras rebalsa de frustración y cansancio.
–Que alguien me desnude y me arranque… Me arranque de este momento y me deposite en otro…
Sus costillas se tuercen a los lados y desgarran su piel, sobresaliendo entre la arena bañada en sangre. Toma un tono más burdeo su néctar y deja ver la mezcla heterogénea con el suelo, se le sigue desgarrando el torso a unísono e insoportable dolor.
–¡Que alguien me lo quite, que alguien…!
Las palabras no se le acomodan y los respiros se le acababan. Con un suspiro final, deja al descubierto la palta que se encuentra donde debería estar su corazón. No quedan restos de costillas dentro de su cuerpo, quedó como un baúl abierto que ahora es putrefacto y falto de higiene.

Cuántos días se habrá quedado desplomado ahí no sé, pero ahora su insigne cuerpo emanaba una luz propia, como de verde fluorescente. El olor fétido ahora se tornaba de un gusto dulce, como de cedro, mientras que el fruto comenzaba a eclosionar y a partirse. Un pequeño tallo brotó de allí, y dejo ver sus hojitas finas como dedos de camaleón.
Con el paso del tiempo fue tomando forma de mujer, una mujer de plantas. Empezaban sus pies, como tacos de madera, pisando el resto blanco de un esqueleto que había sido todo drenado; sus piernas contorneaban una figura esbelta y simétrica; los pechos caídos aunque firmes iban demostrando, airosos, su prominente talla; el rostro fino, delicado, como lentamente tallado por Miguel Ángel. Ojos almendrados, una boca tan pequeña que de verla rápida se le ignoraría. Sus brazos ondean al soplo de viento marino, que con vendaval terminaban por erguirse y saludar al cielo que le había dado vida.

Por él me suicido Donde viven las historias. Descúbrelo ahora