Alondra estaba en su balcón, mirando la ciudad desde las alturas cuando, de repente, una paloma se posó en el barandal de su balcón. La joven le sonrió, como si la paloma pudiera entenderla, y la observó. Era una paloma común y corriente, con plumas blancas y grises y un tamaño normal.
La paloma se quedó quieta por un rato, como si hubiera venido a hacer compañía a Alondra. Poco a poco, sin embargo, la joven comenzó a notar algo extraño en la paloma; su canto cambiaba de tono, casi como si estuviera diciendo algo, aunque no sabía qué.
De repente, la paloma desplegó sus alas y comenzó a volar, la joven la observó con asombro mientras se alejaba. A lo lejos, Alondra comenzó a escuchar una voz, tan clara como si alguien le estuviera hablando directamente en el oído. Era el canto de la paloma, que había tomado una forma completamente diferente.
La voz le dijo a Alondra que se pusiera su chaqueta, tomara unas llaves, y saliera a la calle. A pesar de lo extraño que era todo, Alondra hizo caso a la paloma y siguió sus instrucciones. Al salir, descubrió una pequeña tienda de antigüedades que nunca antes había visto.
Entró y se sorprendió al descubrir la gran cantidad de objetos que se encontraban ahí. Fue entonces cuando se topó con un hermoso cuadro de una paloma, que le pareció tan familiar que decidió comprarlo. Cuando miró el cuadro por segunda vez, notó que era la misma paloma que había visitado su balcón.
Al salir, Alondra se dio cuenta de que nunca antes había notado la tienda de antigüedades, incluso aunque había pasado muchas veces por la calle. Parecía ser que la paloma le había guiado a un destino que siempre había estado allí, esperando a que la encontrara. Desde ese día, Alondra se convirtió en una coleccionista de antigüedades y cada vez que veía una paloma, sonreía recordando aquel extraño día.