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Agustin saltó de la cama al oír un grito. Por un minuto, no pudo recordar dónde estaba, y mucho menos averiguar de quién venía el aullido del terror.

Se lanzó hacia atrás, chocando con otra persona, y cayó sobre la cama vecina. Se peleó con el extraño, y sus gruñidos y murmullos solo se sumaron a la banda sonora del horror que venía del otro lado de la habitación. Ambos guardaron silencio con los puños apretados en las camisetas del otro. Si la muerte tenía un sonido, la estaban escuchando.

—Jesucristo, —murmuró Agustin.

—No creo que vaya a ayudar.

Las luces se encendieron y Agustin se apartó del cuerpo que estaba agarrando. Miró al hombre golpeando la cama, en medio de una pesadilla. Una cerradura sonó y dos guardias entraron corriendo a la habitación. Parecían vacilantes, no se acercaron y lanzaron miradas de pánico.

—¡Benjamin!

Gritar el nombre del hombre no tuvo ningún efecto.

El otro guardia intentó susurrar el nombre, pero no hizo ninguna diferencia. Ninguna voz pudo alcanzar al hombre que gritaba. Había caído en las profundidades del infierno y, sin que él lo supiera, los estaba arrastrando a todos con él. Agustín se estremeció: no podía imaginar lo que estaba sucediendo dentro de la cabeza del hombre.

Estaba claro que ninguno de los guardias quería acercarse al hombre en la cama, y Agustin no los culpó. Era enorme, musculoso, tatuado, con ojos cansados cuando estaban abiertos, pero cerrados, estaban enmarcados con líneas enojadas, una expresión de pura agonía, y era aterrador.

—Ponte contra la pared.

Agustín sintió, y él y su compañero de prisión presionaron sus espaldas contra la pared y levantaron las manos. No se atrevieron a moverse ni a emitir ningún sonido.

Otro guardia de la prisión entró en la habitación, puso los ojos en blanco y se acercó al hombre que se sacudía y giraba con terror.

—¡Capitán!

Los aullidos se detuvieron. El preso torturado rodó sobre su espalda y miró al techo. Su gran pecho se agitó y se pasó la mano por la cara.

Cuando Agustin lo conoció, intercambiaron nombres, Capitán Benjamin. Agustin lo había llamado Capitán para abreviar, y eso le valió una pequeña sonrisa. Decidió que siempre se referiría a él como Capitán a partir de ese momento.

—Tenías una pesadilla.

El capitán se echó a reír.  —¿Una pesadilla? Las pesadillas no son reales. Todo lo que vi, las emociones en mi mente, el dolor en mi pecho es real. —Levantó las manos sobre él y temblaron salvajemente. —Necesito una bebida.

—No tendrás una durante los próximos cinco años.

Se rió de nuevo y Agustin vio las lágrimas correr de sus ojos. Sollozó mientras se reía, y el sonido y la vista eran difíciles de ver e igualmente difíciles de no ver. Agustín se miró los pies hasta que un guardia lo agarró del antebrazo y lo empujó hacia su cama.

—Tienes una hora más para cerrar los ojos.

Agustín se recostó sobre el colchón, pero no se metió debajo de la sábana. No quería que ningún obstáculo lo hiciera tropezar si tenía que lanzarse de la cama nuevamente. Sintió los ojos del Capitán sobre él, e hicieron latir su corazón. Levantó la vista y unió los ojos con los tensos que lo miraban.

—¿Te desperté?

Agustin se encogió de hombros y miró hacia otro lado. —Estaba medio despierto de todos modos.

INFILTRADO ; MARGUSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora