Amelia y Tomás
Sábado 8 de noviembre, 11 a. m.
Tomás cumplió el encargo de pasarse por el ático que Rosendo Franco y su amante tenían en la colonia Anzures más por la curiosidad de observar el nidito de amor del barón de la prensa mexicana que por tener alguna esperanza de encontrar la libreta negra que quitaba el sueño a Claudia. En efecto, no encontró la libreta pero tampoco ninguna pista de la forma en que vivían el potentado y su exótica novia. El lugar que visitó no guardaba semejanza alguna con el decorado que pudiera existir dos días antes. El mobiliario había sido abierto a hachazos y destripado, los muebles de los baños arrancados y las paredes perforadas a mazazos. La violencia con la que había sido arrasado lo sobrecogió. Creía advertir no solo los estragos de una pesquisa exhaustiva sino también una furia incombustible, salvaje. Recorrió con rapidez las habitaciones apenas discernibles dentro de la vivienda y salió a la calle impulsado por un corazón trepidante. La noche anterior juzgó que eran una exageración los temores de Claudia respecto a la libreta negra. Hoy no estaba tan seguro. El que destruyó el apartamento mostró el tipo de furia y determinación que presagia tormentas. Decidió llamar a Claudia para reunirse con ella y ponerla al tanto de lo que había encontrado, pero la mujer no respondió al teléfono. Supuso que estaría dormida tras el ritmo frenético al que se había sometido los dos últimos días. Marcó el número de Amelia y veinte minutos más tarde paseaban en el parque cercano a su casa. Le urgía compartir la desazón. —No sabía que tú y Claudia fueran tan cercanos —le dijo Amelia a Tomás cuando este terminó de relatar la conversación sostenida con la heredera la tarde anterior en la funeraria y la visita al apartamento devastado en busca de la libreta negra. —No lo somos. Me parece que soy su tuerto en esa tierra de ciegos que es la redacción de El Mundo. Hace cinco años coincidimos en un viaje a Nueva York con otros ejecutivos del diario, y creo que solo yo me salvé
del desprecio que le provocaron las actitudes cortesanas de toda la troupe que acompañaba al padre. —Ser tuerto entre ciegos es una credencial muy pobre para dirigir un periódico, ¿no crees? Amelia intuía que había alguna información que se le escapaba en todo el relato de Tomás, pero no podía precisar qué le hacía sentirse incómoda. Le resultaba difícil de entender que la hija del dueño del diario confiara una responsabilidad de tal magnitud a un columnista a quien apenas conocía. Y aún más extraño resultaba el hecho de que le hubiese pedido ayuda para encontrar a una mujer desaparecida y su comprometedora libreta. Tomás era un buen analista político, pero difícilmente podía considerársele un talento detectivesco. El periodista no respondió, oprimió el brazo de ella y le indicó con la mirada una curiosa escena que tenía lugar en el parque por el que caminaban. Una mujer fingía concentrarse en la pantalla de su teléfono mientras miraba de reojo al bulldog gris que al final de una elegante correa defecaba profusamente en plena acera; era lo bastante educada para saber que los códigos urbanos obligaban al dueño a recoger el excremento de sus perros, y demasiado melindrosa para hacerlo. —En algún lugar leí que si un extraterrestre tocara tierra un domingo en uno de nuestros parques, pensaría que el ser supremo en este planeta es el perro y que los seres humanos son una raza dedicada al servicio de sus amos. ¿De qué otra manera explicar que una especie se avenga a levantar con la mano el excremento de la otra mientras pasean? Amelia afirmó con la cabeza y una media sonrisa, más por la actitud de Tomás que por su comentario. Ya se había acostumbrado a la forma en que su pareja introducía paréntesis digresivos y comentarios sarcásticos en momentos críticos de la conversación. Al principio le pareció una manía desesperante, pero con el tiempo llegó a producirle algo parecido a la ternura; entendía que era un recurso de protección. Tomás conversaba del mismo modo en que afrontaba la vida: dos pasos adelante y uno hacia atrás. Compresión, descompresión. Al final ella terminó por asumir que esas desviaciones tenían como propósito no evadir el tema sino ganar tiempo para abordarlo, y de paso le ofrecían una señal de los asuntos que resultaban sensibles para su amante. «La invitación a dirigir el diario lo atrae y a la vez lo angustia», se dijo, y decidió hacer un comentario conciliador.
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Milena o el fémur mas bello del mundo
Teen FictionLa novela se abre con una fatalidad: la muerte, de un ataque al corazón, mientras hacía el amor, del dueño del diario El Mundo de México. La escena es digna de un comienzo de serie, pues la amante del magnate, la Milena del título, se ve obligada a...