Parte 6

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Tomás y Claudia

Lunes 10 de noviembre, 11.45 a. m.


«Hay algo siniestro en toda oficina multitudinaria», pensó Tomás al contemplar la redacción del diario El Mundo. Docenas de personas encerradas día tras día durante más de ocho horas en una convivencia forzada es algo que termina por cobrar un pedazo de vida a cualquier ser humano. No importa cuán libertario sea el espíritu de sus integrantes, todos sucumben a las rutinas, a los actos mil veces repetidos con los que se conjura la larga espera entre el inicio y el fin de la jornada. Madres, esposos, jóvenes solteros, viudos y mujeres en edad de merecer se despojan de su condición civil para convertirse en piezas de un engranaje, sujetas todas ellas a los usos y costumbres que dicta la singular cultura de cada oficina. El ritual para tomar el café; la forma de saludar a la poderosa secretaria; las bromas de cada lunes a costa del fanático del fútbol; el intercambio de miradas frente a la prepotencia del arrogante subdirector; la obligada revisión al andar eléctrico de la reportera de cuerpo escultural. A las doce del mediodía Tomás Arizmendi sería nombrado oficialmente amo y señor de todo ese microuniverso plagado de pequeñas infamias, de las interminables crónicas de pasillo, de las innumerables pasiones, lealtades y traiciones que se desarrollaban en los confines entre la zona de elevadores y, ciento cuarenta escritorios más lejos, el archivo de fotografía. Tomás nunca había formado parte de una oficina, sus primeros años de reportero los pasó en la calle y los últimos quince como columnista apenas puso el pie en alguna redacción; sin embargo, hoy sería designado director de la enorme planta de ochocientos metros cuadrados que ocupaba el área editorial de El Mundo. Y aun así, una parte de la mente de Tomás seguía pensando en cómo y cuándo le diría a Claudia que el apartamento que ocupaba su padre con su amante había sido destruido; algo que ella tendría que saber y que él tenía muy pocas ganas de informarle. Cinco minutos antes del mediodía Claudia apareció en el marco de la

puerta de la oficina en la que Tomás se había instalado de manera provisional; la seguía una estela de funcionarios del periódico. El publisher solo transitaba por la redacción en momentos históricos: para designar a un nuevo director o como anfitrión durante la visita de algún jefe de Estado, un premio Nobel o equivalente. Podían pasar años sin que alguna de las dos cosas sucediera. La visita de Claudia Franco, por ser la primera, revestía al acto de un carácter aún más singular. Habitualmente a esa hora del día solían estar presentes poco más de medio centenar de empleados; no obstante, ahora cerca de doscientos esperaban la inminente investidura del nuevo director. Claudia cerró la puerta tras de sí y se quedó a solas con Tomás. Afuera, subdirectores editoriales y gerentes de otras áreas esperaban respetuosos a que terminara lo que suponían un diálogo solemne y trascendental. -Director, ¿estás listo? -preguntó ella. -Estoy muy nervioso. -Y yo cagada de miedo -confesó Claudia con un resoplido liberador. Ambos rieron en complicidad aprensiva, como dos niños sorprendidos en una travesura. En ese momento Tomás entendió lo fácil que sería enamorarse de esa mujer y lo difíciles que se pondrían las cosas si lo hacía: estaba casada, era su jefa y sobre todo no era Amelia, la mujer con quien quería compartir la vida. -Te mandé el texto de lo que pienso decir allá afuera, luego se hará un resumen con tus palabras y las mías, algunas imágenes, y lo subiremos a la red inmediatamente. Mañana pondremos una foto en el doblez de la portada -dijo él. -¿El doblez? -La mitad inferior de la página uno. Un espacio digno, sin excederse en protagonismo. -Perfecto, hazlo así -dijo ella contagiada del repentino tono profesional de Tomás, pero antes de salir volvió a derrumbar el efímero muro recién construido. -Hoy nos vamos a comer tú y yo; un par de tequilas para ver cómo hacemos que funcione todo esto. Nos vemos a las tres en El Puerto Chico, ¿te parece? Tres horas más tarde, Tomás caminó las ocho manzanas que

separaban el restaurante de comida española de las instalaciones del diario. Claudia ya lo esperaba en una mesa, acodada contra la pared bajo una enorme pintura de la costa cantábrica. Desde lejos su cabellera roja se fundía con la base del cuadro, como una fogata a punto de expandirse por los pastizales que coronaban el acantilado sobre las supuestas aguas azules del Atlántico. -El pescado a la sal es de antología en este lugar, jefa -dijo él a guisa de saludo. -No seas cabrón; me vuelves a decir así y serás el director más fugaz en la historia del periodismo mexicano -contestó ella con una sonrisa que convirtió en música sus amenazas. Tomás iba a responder cuando recordó el relato del extinto ministro de Gobernación, Augusto Salazar, sobre los micrófonos y camareros que tenía el gobierno a sueldo en los principales comederos políticos de la ciudad. En ese momento un camarero servía sendos chupitos de tequila. Una vez que se quedaron solos, Tomás revisó al tacto el revés de la superficie de la mesa en busca de algún micrófono. Encontró dos chicles pegados, insospechados en un restaurante de postín como El Puerto Chico, pero ningún dispositivo de grabación. Se sintió ridículo e incluso se preguntó si las nuevas tecnologías todavía permitían detectarlos con los dedos. Luego relató la anécdota a Claudia, y entre bromas y veras ella propuso que hablasen en clave cada vez que se aproximara algún camarero. -Me conmoviste con tus palabras, Tomás, y más importante aún, me parece que también a editores y reporteros -dijo ella tras hacer el obligado brindis en memoria de Rosendo Franco y el futuro del periódico -, ¿de veras piensas que el buen periodismo puede salvar a El Mundo? -No lo sabremos si no hacemos la lucha, ¿no crees? En todo caso más vale morir por buenas que por malas razones. -Te agradecería que no muramos ni por unas ni por otras. Más de seiscientas personas trabajan en el periódico, no me gustaría ser yo quien las dejara sin empleo. -Los diarios están muriendo en todo el mundo, Claudia, tarde o temprano el ejemplar de papel terminará circunscrito a un pequeño grupo de lectores. Pero sí, como dije hace rato, estoy convencido de que la sociedad necesita de un manejo profesional de las noticias, los reportajes y la opinión, y eso solo puede ofrecerlo un grupo de profesionales que operen en una redacción orgánica y capacitada. El impreso va a morir y sin

Milena o el fémur mas bello del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora