Parte 8

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Ellos II

Nunca había estado con una prostituta hasta que conocí en una convención a Sofía, quien dijo ser economista y arrastraba las palabras como si tuviese la lengua entumecida. Más tarde me confesó que en realidad era «economixta»: por las mañanas trabajaba de asistente del director en una pequeña empresa de consultoría y por las noches vendía su cuerpo en el bar de un hotel para ejecutivos. Me gustó desde el principio, antes aún de que me dijese que su pelo era teñido pero las tetas auténticas. Tenía una manera de mirarte muy singular, cálida e intensa, como si fueses el único hombre presente en un salón abarrotado. Quizá por ello me enganché en la prostitución casi sin darme cuenta. Cuando me confesó que cobraba por sus servicios, lo hizo después de un largo abrazo, con la respiración entrecortada y la vulva humedecida; la mención de una tarifa me pareció en aquel momento un detalle menor, como la novia esquiva que se desnuda a cambio de la promesa de un ramo de flores. Solo al terminar me di cuenta de que esa noche me había convertido en putero. No fue una sensación agradable. Siempre había criticado a los amigos que acudían a los burdeles; pagar por sexo me parecía denigrante para el hombre y una infamia para la mujer. Pero Sofía no tenía nada de infame. Un par de semanas más tarde me llamó para preguntarme si tenía planes para el fin de semana. Ese mismo sábado fuimos a cenar. ¿Le había gustado mi compañía como amigo y amante, o me buscaba en calidad de cliente? No pude dilucidarlo por anticipado, así que me llevé doscientos euros en efectivo por si acaso. Terminamos en mi apartamento, donde hicimos el amor y vimos la televisión hasta la medianoche. Yo estaba exultante; era el mejor amante del mundo. Había logrado que una profesional lo hiciera conmigo por gusto y en su noche libre. Y la sensación no se me quitó del todo aun cuando, al levantarse para ir al baño antes de retirarse, dijo en tono

coqueto y alegre: «Déjame el regalito en mi bolsa, ¿quieres?». Seguí viéndola durante seis meses, hasta que me dijo que un compañero de trabajo —del turno de la mañana, no de la noche— le había propuesto matrimonio. Para entonces ya estaba enganchado al sexo desinhibido y salvaje que disfrutaba en los encuentros con Sofía. Intenté reemplazarla con amantes pero la situación era irrepetible; muchas implicaciones emocionales, remilgos de todo tipo. Algunas mujeres se escandalizaban al primer cachete en el trasero; otras me toleraban algún mordisco severo aunque luego rehuían la siguiente cita. Nunca tuve oportunidad de volver a usar las esposas o la fusta con puntas de metal. Ahora solo recurro a profesionales. Pago por su dolor, y todos contentos. El único problema es que cada vez me resulta más costoso y arriesgado alcanzar el clímax. Para emplear mis cuchillos he tenido que ir a tugurios sórdidos, peligrosos. En la última ocasión tuve que pagar ochocientos euros para disponer de una puta drogada que apenas reaccionaba. Cómo echo de menos a Sofía.

L. B. G. Tesorero del Ayuntamiento de Marbella

Milena o el fémur mas bello del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora