La casa de College Drive

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LA CASA DE COLLEGE DRIVE  

Podía haber sido una mansión como las de los barrios ricos de las ciudades estadounidenses, pues

tenía escalinata y porche, y una delicada armonía entre sus diferentes partes, tejado, ventanas, muros; pero la escalinata era ruin, y en el porche no habrían cabido dos sillas mecedoras. En el interior, el espacio habitable no llegaba a los cuarenta metros cuadrados. La casa era una mansión, pero en miniatura. Tenía dos habitaciones, una de ellas normal, de una sola cama, y la otra diminuta, en la que justo cabían dos jergones de ochenta centímetros de ancho. El baño era estrecho. El pasillo, más estrecho aún. La cocina, un rectángulo, estaba dividida en dos mitades. La primera de ellas la ocupaban el frigorífico, la fregadera y cuatro fuegos eléctricos; la segunda —un espacio que recibía la luz de la ventana que daba al jardín—, una mesa cuadrada y cuatro sillas. A falta de sala, el sofá y el aparato de televisión habían sido colocados en la entrada. La casa estaba llena de periódicos viejos, folletos publicitarios y cartas sin abrir, y nuestro primer trabajo, después de vaciar las maletas, fue hacer un escrutinio para tirar al contenedor lo que carecía de interés. Salvamos únicamente unos cuantos ejemplares del Reno Gazette-Journal y una carta del Bank of America que llevaba el sello de documents y estaba dirigida a un tal Robert H. Earle.

SEGUNDA NOCHE EN RENO

Me levanté a las dos de la madrugada a beber agua y allí estaba Sara en la entrada, de pie en el sofá. Vista de espaldas, con su pequeño camisón, parecía una muñeca. Miraba hacia el ojo de cristal esmerilado de la puerta. Al otro lado del ojo, los edificios de los casinos perdían su contorno y se convertían en manchas. El color dominante era el rojo. Llamé a Sara en voz baja. No me oyó. La cogí en brazos y la llevé a la cama.

21 DE AGOSTO DE 2007. NOCHE

Salimos a dar nuestro primer paseo nocturno y caminamos cien metros por College Drive hasta llegar a la parte alta de Virginia Street. Desde allí se divisaba toda la ciudad: una trama de luces blancas y acristaladas de la que sobresalían los casinos iluminados de rojo, verde o fucsia. A lo lejos, las luces se iban espaciando y parecían, al final, salpicaduras. Más allá, la oscuridad plena, el desierto. Según el taxista que nos había traído del aeropuerto, Reno tenía una población de 225.000 habitantes, a los que había que añadir los de la ciudad contigua, Sparks, otros 100.000; pero, en muchos aspectos, en cuanto al número de habitaciones de hotel, por ejemplo, o en cuanto al número diario de vuelos, estaba a la altura de las ciudades de un millón de habitantes. De noche, viendo las luces, la apreciación parecía razonable. Bajamos por Virginia Street hasta la zona en la que, por debajo del nivel de las casas, cruza la autovía 80, y vimos allí, junto a un drugstore de la cadena Walgreens, a unos mendigos acurrucados. Al otro lado de la calle, en el aparcamiento de la gasolinera Texaco, dos coches de la policía vigilaban sin dejarse ver, desde las sombras. Se acercó un helicóptero volando muy bajo y señalando su posición con una luz roja intermitente. Superó la autovía 80 y tomó tierra en el techo del Saint Mary's, el hospital que, sin éxito —era

demasiado caro para la cuota que pagábamos—, habíamos pedido en un principio a nuestra casa de seguros. Dejamos la calle en dirección al campus de la Universidad. Estaba oscuro. En el estanque que encuadraban el edificio de los comedores y la Escuela de Minas, Manzanita Lake, había un cisne. Se deslizaba sobre el agua con suavidad, sin otro impulso aparente que el de la brisa que venía del desierto.

23 DE AGOSTO. NOCHE DE TELEVISIÓN

Daban un documental sobre la Segunda Guerra Mundial, y me quedé a verlo después de que Ángela y las niñas se hubiesen ido a la cama. La voz del narrador era dulce, y los antiguos soldados, ahora octogenarios, hablaban con tristeza de los compañeros caídos en Normandía. De fondo, las notas de un tema musical de Henry Mancini, Soldier in the Rain, y de otra pieza, también lenta, también triste, que no identifiqué. Me vino a la mente lo que habíamos visto a nuestro paso por el aeropuerto de San Francisco: banderas británicas y españolas por doquier, carteles donde se hablaba de la «guerra contra el terror» o se citaba a las «naciones amigas de Estados Unidos». El documental adquirió de pronto un nuevo sentido. Estábamos en un país en guerra. Habían pasado cuatro años desde que George Bush decidiera la invasión de Irak, y las bajas del Ejército americano se contaban por miles. La voz dulce del narrador, las notas tristes de Soldier in the Rain, todo lo que en el documental apelaba al corazón o al sistema nervioso de la espina dorsal, tenían por objeto el presente, no el pasado. 

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⏰ Última actualización: Jul 28, 2015 ⏰

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