Parte Claudia y Milena

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Claudia y Milena

 Martes 11 de noviembre, 9.20 p. m.

El apartamento, en realidad una pequeña casa que formaba parte de un dúplex, podía ser el de una artista del burlesque parisino de los años veinte: terciopelos rojos, biombos con motivos orientales, muebles de madera antiguos y sillones tapizados de arabescos, afelpadas alfombras sobrepuestas en un arreglo más propio de una tienda de tapetes, tan redundantes unas encima de otras como una llovizna sobre el mar. El recargado vintage del lugar estaba decidido a desterrar el minimalismo de una vez y para siempre. Había dinero, tiempo y gusto por la decadencia, juzgó Claudia cinco minutos después de haberse instalado en un sofá en el que se hundió irremediablemente y que le hacía sentirse pequeña y vulnerable. La dueña del lugar, una tal Marina Alcántara, a quien llamaban Rina, no defraudó la escenografía. Tenía una cara inclasificable, la voz ligeramente aguda, y movía el torso al mismo tiempo que la cabeza, como si su cuello y columna vertebral estuvieran unidos por un eje rígido; sus grandes manos y pies acentuaban la impresión de torpeza que transmitían sus movimientos desmadejados. El chico que la acompañaba, seguramente su pareja por el arrobo con que ella lo seguía con esos extraños ojos, parecía normal; eso si la normalidad fuera ser guapo, medir 1,80 y tener la dentadura perfecta. Una especie de Ben Affleck de veintitantos años. Ambos hacían una pareja atractiva y sofisticada que sería bienvenida en cualquier fiesta de la jet set internacional. Así se veía el resultado de varias generaciones de élite mexicana bien alimentada y saludable, se dijo Claudia. —Disculpa que no te pueda ofrecer algo, acaban de instalarme la cocina y ni vajilla tengo; lo demás ya está completamente amueblado. Apenas me estoy mudando, no hay nada de despensa —se excusó Rina. —No te preocupes, pero deja que envíe a uno de los que me acompañan para que haga una compra de lo más básico. ¿Quieres algo en

particular? —preguntó Claudia mientras hacía un gesto en dirección al guardaespaldas de pie junto a la puerta. —Ni idea de lo que ella quiere —respondió la anfitriona, señalando el dormitorio donde Milena terminaba de darse una ducha—, además, Vidal ya se lanzó al minisúper por algunas bebidas y lo necesario para preparar sándwiches; mañana hago una despensa en forma. Los siguientes minutos Luis explicó la manera en que habían localizado a la croata y burlado a sus tres perseguidores. Lo hacía en un tono descriptivo, aunque un par de veces el entusiasmo y algún residuo de adrenalina agudizaron su voz. Con todo, Claudia apreció la mente ordenada, la elección precisa de las palabras y la riqueza de detalles casi cinematográficos de su relato. —Me parece que corrieron riesgos innecesarios, ¿por qué? Ni siquiera la conocían, ¿no? —dijo ella al concluir la narración de Luis. Los dos jóvenes intentaron exponer la admiración que sentían por Amelia y Tomás y la solidaridad que les despertaba alguien en desgracia, pero Claudia quedó convencida de que detrás de aquellas razones imperaba simple y sencillamente la excitación por el misterio, la atracción por la aventura y el deseo de romper la monotonía de dos vidas en las que muchas cosas estaban resueltas, al menos en lo material. Sin embargo, cuando Milena salió de la recámara, ella se olvidó de todo. Por su parte, la croata la reconoció de inmediato, se sentó a su lado y la abrazó. Claudia se habría esperado cualquier reacción menos esta; no obstante, respondió al abrazo conmovida. Supuso que solo por ser hija de Franco, ella era lo más cercano que la extranjera tenía en el continente. Luego, a medida que el abrazo se prolongaba, Claudia se fue sintiendo crecientemente incómoda. Hundida en el sillón y con la diferencia de estaturas, su cabeza quedó oprimida contra los pechos de la otra mujer; la firmeza de los implantes le recordó el oficio de Milena y la naturaleza sexual del vínculo que tenía con su padre. Luis y Rina observaron la escena con atención: él con algo de bochorno, ella con mucho de alborozo. Al final optaron por dejarlas solas y salir a la calle con el pretexto de esperar el regreso de Vidal; el guardaespaldas captó el mensaje y salió a fumarse un cigarrillo. —Primero cuéntame cómo murió —dijo Claudia por fin, con la vista clavada en los pies descalzos de Milena. —Murió encima de mí.

Claudia reprimió un acceso de náuseas al imaginar a su padre agonizar sobre los duros pechos artificiales; se puso en pie para tomar aire y le dio la espalda a Milena. Una imagen sórdida invadió su mente: un cuerpo desnudo y viejo sobre una mujer que podía ser su nieta. Algo intuyó Milena, que dijo: —No lo juzgues, lo que teníamos era hermoso. —¿Cómo puedes decir eso, con casi cincuenta años de diferencia y un arreglo económico de por medio? —Entonces no entiendes nada —respondió la croata con dureza. Las dos mujeres guardaron silencio, Claudia con un nudo en la garganta y la incómoda sensación de haber dicho algo despiadado; no obstante, no sintió ganas de desandar sus palabras. Se arrepintió de haber propiciado la cita con Milena. ¿La buscó para expresar el agravio que apenas ahora adivinaba? ¿Estaba indignada porque su padre no hubiese muerto en el seno familiar y rodeado por los suyos en lugar de hacerlo en los brazos de esa mujer, una desconocida sin mayor vínculo con la vida de los Franco que una vagina joven y dispuesta? Luego recordó el mandato paterno de recuperar el cuaderno que conservaba Milena y conjurar cualquier peligro en contra de la familia. Ahora mismo podía pedir a sus escoltas que revisaran las pertenencias de la mujer y eliminar así la amenaza de una vez por todas, pero tampoco tenía la seguridad de que ella llevase consigo la libreta a la que se había referido su padre; podría estar escondida en cualquier otro lugar. Optó por tranquilizarse y ganarse poco a poco la confianza de la extranjera. Cuando giró el cuerpo para enfrentarla, se dio cuenta de que Milena había comenzado a llorar en silencio sin hacer el menor esfuerzo por enjugar las gruesas lágrimas que descendían por su alargado rostro. Luego habló: —Lo único que yo quería era que los chavales no jugaran a la guerra con mis huesos. Salí de Jastrebarsko a los dieciséis años...

Milena o el fémur mas bello del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora