Narra México:
Hace un par de días recibí varios mensajes por Gmail de un amigo al que no veo desde hace doce o trece años. Gracias a Instagram nos reencontramos y hemos mantenido cierto contacto de manera puntual.
Debo decirles que mi amigo en cuestión es un gentlemen de la vieja escuela. Correctísimo y elegante. Buen tipo. Un precioso Argentino.
Por ello, se podrán imaginar mi sorpresa al abrir dichos mensajes y encontrarme con un repertorio de imágenes muy explícitas de mi amigo, semidesnudo, mostrando su cuerpo serrano en posturas de altísimo contenido erótico. Debo confesarles que fue un shock en toda regla.
El impacto visual fue brutal, ya que tal revelación le dio corporeidad y sexualidad a una persona a la que había visto siempre impecablemente vestida y con la que mantenía una relación de amistad totalmente asexuada.
Estaba aún tratando de procesar semejante exposición carnal cuando una cascada de mensajes de mi amigo inundó el insta. Yo no era el destinatario de dichas fotografías. Me las había enviado por error. Argentina moría de vergüenza. Se encontraba en la España profunda haciendo turismo rural y dichas fotografías iban dirigidas a un chico de la comarca.
Yo le quité hierro al asunto, lo tranquilicé, borré las imágenes para darle paz a su atribulada alma y lo alenté a continuar con su particular escarceo erótico con el españolito.
Minutos después, mi amigo retomó la conversación y me dijo, desolado, que el chico ya se había desconectado. Y que estaba desesperado. Que llevaba mal esas vacaciones monásticas. Que la testosterona lo atenazaba. Que no aguantaba más, el pobre. Estaba en un estado febril. Se consumía. Era de madrugada en ese pueblo perdido de la geografía española, y no había un alma compasiva que lo liberara de semejante tortura.
Yo bromeaba, entre sorprendido y divertido, imaginándome la surreal escena, hasta que el bicolor me pidió ayuda explícitamente.
Quien me conoce sabe que soy una persona compasiva, solidaria, y que como buen Virgo, tengo una clara orientación al servicio. Así que entre risas, le pregunté qué podía hacer por él, sin medir las consecuencias.
Nada más decirlo, caí en la cuenta que por deslenguado me estaba metiendo en un berenjenal. Ya me veía yo como operadora de una hot line escribiéndole guarrerías, cuando me agradeció de corazón, y me dijo que lo único que necesitaba era enviarme una selfie de esa parte sufriente y doliente de su anatomía. Que su mero envío bastaría para sanar su alma.
Yo ni siquiera parpadeé. Asentí. Recibí una primera imagen. Menos de un minuto después, una segunda. Fechaciente testimonio del consuelo que le había brindado a un amigo atrapado en las garras del deseo.
Mientras nos despedíamos entre risas nerviosas no exentas de cierto pudor, pensé en lo solos que estamos en ocasiones; en nuestra enorme necesidad de contacto; en lo fascinantes que pueden llegar a ser las redes sociales. Cuántas extraordinarias e insólitas historias se tejen día a día en su invisible telaraña revelando los más profundos secretos de la naturaleza humana.