—¿Seguro que no quieres venir?
Kidae negó con la cabeza y se subió al coche de su padre, que había venido a buscarlo a la salida del instituto.
—Pues nada, seguimos siendo los cuatro mosqueteros —dijo Diego mientras se colgaba de mis hombros y de los de Pau—. ¿Hacemos cómo siempre?
Me despedí de ellos y, como cada viernes, me fui directamente a trabajar. La tarde pasó sin más, llena de niños gritones y que trataban de tomarme el pelo, de coqueteos infructuosos con Susana y demasiados largos en la piscina una vez esta estuvo vacía. Eran pasadas las nueve de la noche cuando entré por la puerta de casa, encontrándome cara a cara con mi hermana, que corría de un lado a otro con un solo zapato en el pie.
—¿Has visto el otro par? —me preguntó sin dejar de moverse.
—¿Y donde lo voy a ver, en el rellano?.
Lucía me fulminó con la mirada, pero no se detuvo para insultarme. Resopló y cruzó el pasillo como una exhalación.
—¿Y a esta que le pasa? —le pregunté a mi madre, que estaba terminando de preparar la cena.
Entré en la cocina y besé su mejilla mientras por la espalda trataba de meter el dedo dentro de la cazuela. Basta decir que no lo conseguí, me llevé tal manotazo que la marca estuvo por más de diez minutos en mi muñeca.
—Cita con Mateo.
—Más vale que no sea un completo gilipollas —dijo esta—. Como la vea llorar por él una sola vez le parto las piernas al mocoso.
—Y yo le corto las pelotas.
Ambos chocamos nuestras caderas y nos guiñamos el ojo. Después de eso cenamos los tres juntos mientras escuchábamos cómo Lucía ponía al crío a la altura del mismísimo Dios. Ninguno de los dos dijo nada, nos limitamos a escuchar su diatriba, pero en un par de ocasiones nos miramos y sonreímos de forma cómplice.
Cerca de las once y cuarto de la noche estaba ya duchado y vestido. Esa noche me había decantado por unos tejanos claros y una camisa abierta sobre una camiseta básica a juego con las bambas. Tras escribirle a los chicos para ver donde estaban, me despedí de mi madre —Lucía ya había salido para su cita— y salí de casa. Las discotecas, lejos de lo que a mi parecer sería lógico, no estaban en el paseo marítimo. Estaban repartidas en callejuelas cercanas, algunas de ellas una frente a la otra. Mis amigos estaban en un pequeño pub que había a una manzana de donde Diego vivía.
Como era habitual, la puerta del local estaba abarrotada de gente, la mayoría de ellos ya algo perjudicados. Por suerte para mi, Diego no estaba entre ellos. El portero me saludó con un asentimiento nada más verme y yo pasé por su lado, adentrándome en el pequeño local atestado. La música latina me rodeó nada más puse un pié en el interior y mi camiseta blanca brilló como un maldito gusiluz. La gente se meneaba unos contra otros como si fuera una orgía con ropa y mucho alcohol. Obviamente mis amigos estaban en el meollo de todo.
ESTÁS LEYENDO
Hasta que ya no esté
Teen FictionLucas es un chico corriente, con una vida corriente como la de muchos adolescentes de 17 años. Va al instituto, trabaja a medio tiempo y solo tiene ganas de que llegue el fin de semana para salir con sus amigos de fiesta. Su vida ha sido siempre muy...