5: No sé porqué, pero necesito hacerlo

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—¿Puedes ayudarme?

Alcé la cabeza de la pantalla de mi portátil a tiempo de ver la cabeza de Lucía asomarse por la puerta. Eran cerca de las siete de la tarde del martes, el único día entre semana que no trabajaba y, para mi desgracia, me la había pasado entera encerrado en mi habitación haciendo el puñetero trabajo de historia. Al menos ese día había sido tranquilo ya que Victor no fue a clases y su idiota secuaz, sin tener a quien seguir, decidió mantenerse lejos.

—¿Qué pasa, enana?

Cerré el portátil y lo dejé a un lado mientras le hacía un gesto con la cabeza a mi hermana. Esta no dudó en entrar en la habitación y lanzarse cual torpedo sobre mi cama, haciendo que su escuálido cuerpo —e incluso el mío— rebotasen sobre el colchón. La cogí por los hombros y la tiré sobre mis piernas dobladas para empezar a desenredar su pelo con mis dedos. Este, al igual que el mio, era de un sencillo color castaño. Ni demasiado rizado como el de nuestra madre, ni lacio como el de nuestro padre. Nuestras ondas naturales iban y venían a su antojo dependiendo de tonterías como la humedad o el calor. Hoy ambos lo teníamos más ondulado de lo habitual, lo que implicaba que se nos enredase con mayor facilidad.

Los ojos esmeralda de Lucia se alzaron para mirarme y yo, una vez más, deseé tener su color de ojos. ¿Por qué los míos no podían ser así?. A ver, no me quejaba —bueno, un poco si—. Los mios eran de un marrón muy claro que destacaba mucho. Este tiraba al ámbar en muchas ocasiones e incluso bajo la luz intensa del sol podían verse verdes, pero nunca con la misma intensidad que los suyos. Me gustaban sus ojos. Mucho.

—¿Te acuerdas de Mateo? —preguntó haciendo un puchero muy gracioso.

—¿El de los brackets y tableta de chocolate? —respondí—. ¿Qué pasa con él?

Lucía llevaba años, AÑOS, pillada por ese crío. Era imposible olvidarse de él aunque sufrieras alzheimer. Se pasaba el día hablando de él, de lo magnífico que era, lo guapo que era y lo bonita que era su sonrisa. Primero, dudaba que su sonrisa se viera bonita con un montón de metal en su boca y segundo... Había visto a ese niño un par de veces y de guapo tenía lo que yo de virgen. ¿Pero quién era yo para romperle las ilusiones a mi hermana pequeña?. Si a ella le gustaba ese crío era cosa suya.

—Me ha invitado a dar una vuelta por el paseo este viernes —suspiró.

Le cogí de la barbilla y la alcé para que volviera a mirarme.

—¿Y por qué no estás dando saltos de alegría?.

—Por qué... Creo que es una apuesta que ha hecho con sus amigos —admitió. Automáticamente me tensé—. No tiene sentido alguno que después de años me diga de salir por ahí cuando no me ha hecho el menor caso hasta ahora...

—Espera, espera— la interrumpí mientras apretaba sus mejillas hasta convertir sus labios en el morro de un pato—. ¿Lo de la apuesta lo has oído, alguien te lo ha dicho o son suposiciones tuyas?. Porque hay un buen trecho entre una cosa y la otra.

Hasta que ya no estéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora