4: Déjate de orgullo

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—Eres un desastre.

Até la bici y me incorporé para clavar mis ojos en la sonrisa de mi mejor amiga. Resoplé y caminé hacia ella para apoyar mi peso sobre sus hombros, haciéndola tambalearse por la diferencia de peso. No es que estuviera gordo, pero es que ella era peso pluma.

—Joder, nene, ¿estas seguro que solo nadas? —se quejó a la vez que rodeaba mis brazos con sus pequeñas manos y acomodaba mi peso muerto sobre su espalda—. No nos estarás mintiendo y te habrás convertido en uno de esos raritos de gimnasio, ¿verdad?. Me niego a tener un amigo culturista.

Apoyé la barbilla en su cabeza y cerré los ojos. Que puto sueño.

—¿Me has visto a mi pinta de culturista? —respondí arrastrando las palabras—. Me costó casi un año que se me empezaran a notar los abdominales. Si no fuera por la piscina sería un palillo. Quiero dormir.

—Pues no puedes, tenemos clase —soltó dándome un codazo juguetón—. En unos meses tendremos la selectividad, hay que ponerse las pilas.

Resoplé

—Eso será para ti —murmuré contra sus rizos—. Diego no tiene ni idea de que hacer con su vida y yo con que apruebe tengo suficiente.

—Sigo sin entender por qué narices estáis haciendo bachiller. Tú no lo necesitas para el trabajo y lo de Diego ya... tiene traca —se quejó mientras sacudía los hombros para librarse de mí—. Venga mueve el culo que yo no puedo contigo y llegaremos tarde.

Lo hice, pero muy a regañadientes. Si no fuera porque Esther tiraba de mi muñeca lo más seguro es que me hubiera quedado a dormir en el aparcamiento de bicicletas del instituto. Era lunes. Odiaba los lunes y estos siempre eran difíciles para mí, pero ese dia estaba extremadamente cansado. Tenía demasiado sueño y la perspectiva de que quedaba toda una semana para poder descansar me agriaba el humor. Si, era culpa mía por quedarme hasta las cuatro de la mañana jugando en el pc, y para colmo, había perdido el autobús por quedarme dormido mientras desayunaba. Este se encontraba a las afueras de la ciudad, justo enfrente del hospital comarcal, por lo que para venir hasta aquí era indispensable hacerlo en coche, en moto o, como la mayoría de estudiantes hacía, en autobús. Después de perder este último no me quedó más remedio que venir con la bici y no era un camino agradable ya que nosotros vivíamos literalmente en la otra punta de la ciudad y había cerca de una hora de camino a pie. Osea, hacer ejercicio. A las siete y media de la mañana. Con un frío de tres pares de cojones. Estaba cabreado.

Aún estaba imaginándome lo cómodo que estaría en mi cama, entre mis calentitas sábanas de franela, con mi pijama —el de camiseta blanca y pantalón con muchos minions— cuando entramos a la primera clase. Honestamente estaba tan sobado que no me percaté ni de a qué clase estaba entrando, simplemente me dejaba arrastrar por Esther. Podría haberme llevado a un foso de caimanes y yo hubiera entrado sin rechistar.

Hasta que ya no estéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora