El trayecto en coche estuvo sumido en un tenso silencio.
Mi madre no tardó apenas dos minutos en aparecer por la puerta de la habitación. No le dije en ningún momento lo que había ocurrido, aún no había podido hacerlo, pero no creí que fuera necesario. Tan solo hizo falta ver lo mucho que le costaba a Kidae caminar para imaginarse lo peor. Como pudimos, y con sumo cuidado, conseguimos meterlo en los asientos traseros del coche, donde este me rogó con la mirada que no lo dejara solo.
Durante el viaje no hice más que acariciar el dorso de su mano, la cual no había dejado de retorcer mi camiseta ni un solo segundo. Sabía que aquello no ayudaría en nada, que no había nada que pudiera hacer en ese instante para aliviar su dolor —y no solo físico—, pero era incapaz de quedarme quieto. Necesitaba hacer algo, necesitaba hacerle saber que estaba ahí y que no tenía intención alguna de irme. Debería haber insistido más en que viniera con nosotros, me lamenté. Apoyé la frente en la fría ventanilla y cerré los ojos en un intento desesperado por no llorar como realmente quería hacer. ¿Por qué cojones existe la gente así? ¿Cómo alguien puede llegar a cometer semejante atrocidad? Tenía miedo. Demasiado miedo de que esto fuera la gota que hiciera desbordar la vida de Kidae. ¿Cómo se supone que puede recuperarse de esto?
Para cuando llegamos al hospital, Kidae se había quedado dormido apoyado en mi hombro y con sus finas manos aferradas a mi camiseta. Esperé en silencio a que mi madre llegase con la silla de ruedas para despertarlo con cuidado. Apenas le toqué el rostro, despertó sobresaltado y mis entrañas se retorcieron mientras trataba de hacerle comprender que era yo, que estaba a salvo y nada malo iba a pasarle. Tardamos cerca de quince minutos en que se calmase lo suficiente para subirlo a la silla y entrar.
—Ves con él a la sala de espera —le pedí a mi madre.
Kidae, que había vuelto a esconderse en sí mismo, apenas miró en mi dirección mientras mi madre arrastraba la silla hasta los asientos. Sólo cuando estuve seguro de que se encontraban lo suficientemente lejos para no oirme, me volví hacia la señora que estaba tras el mostrador.
—Buenas noches —la saludé extendiéndole la tarjeta sanitaria de Kidae que había tomado prestada de su cartera—. Han abusado sexualmente de mi amigo.
El rostro de la mujer, al igual que suponía que estaba el mío, se descompuso completamente. La vi mirar sobre mi hombro en la dirección en la que sabía en la que este se encontraba. Apenas fué un segundo antes de que esta comenzase a teclear con suma rapidez a la vez que se llevaba el teléfono a la oreja y llamaba a una enfermera.
—Puede pasar directamente al boz siete — dijo cubriendo el interfono con la mano—. Podéis acompañarlo.
Le di las gracias y regresé junto a mi madre para repetir lo que la mujer me había dicho. Nos pusimos en marcha y, siguiendo las líneas marcadas en el suelo, conseguimos encontrar el box. Nada más abrir la puerta para que pasara mi madre con la silla de ruedas, me encontré de cara con dos enfermeras y una doctora. ¿Era necesaria tanta gente? me cuestioné. Me hice a un lado y dejé que los dos entrasen antes de cerrar la puerta a mi espalda. La doctora se acercó a Kidae y se agachó para quedar a la altura de sus ojos, los cuales estaban fijos en su regazo.
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Hasta que ya no esté
Teen FictionLucas es un chico corriente, con una vida corriente como la de muchos adolescentes de 17 años. Va al instituto, trabaja a medio tiempo y solo tiene ganas de que llegue el fin de semana para salir con sus amigos de fiesta. Su vida ha sido siempre muy...