Parte 1-Un largo sueño.

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Un parpadeo. Una oscuridad latente que se comía el mundo a pedazos largos y anchos, tan incontrolable como la naturaleza, pero de un origen artificial como las ciencias naturales. Un mundo, un universo palpable con rostro y manos, con sueños y esperanzas. Un ente que tras un suspiro arribó a una realidad inconexa entre sus sueños.
Parpadeó varias veces. Estaba frente a un espejo mientras la figura que le imitaba abría los ojos, portando un traje de gala, un atuendo tan ceremonial para quien había crecido en la cultura del ser humano, tan rudimentario y simple, pero que para él significó la gloría absoluta, el cumplimiento de un sueño. La meta que tuvo desde su infancia yacía frente a él.
La puerta, entonces, abruptamente se abrió. "Otto ¿Todo listo?" La voz de un hombre en sus cincuentas, alarida, inundó la habitación. "No lo creo." Refutó de quien eran aquellos ojos marrones que se ocultaban una y otra vez entre parpados. "¿Nervioso?" Brindando privacidad al ambiente tras cerrar la puerta la primera voz volvió a resonar. "Vaya que si lo estoy."
"Te entiendo, créeme. Me pasó justamente lo mismo." Tratando de calmar el acelerado corazón se fue acercando, la primera voz, hasta colocarse a centímetros del protagonista del día. "Respira, Otto" Colocó sus manos en los hombros del hombre en negro y blanco, acentuando su respirar con el suyo para calmarle. "Madre estaría orgullosa y muy feliz por ti." Salido del alma del primer hombre hizo al protagonista voltear apreciando la vejez en su rostro. "Lo estaría de ambos." Sonrió, por primera vez en todo el día, puesto que la tranquilidad lo arrolló de buena manera.
Pegaron sus frentes, fraternalmente, suspirando con paz. "Tienes diez minutos para prepararte. Alice me necesita, así que te dejaré por tu cuenta, hermanito."
"Está bien." Palabras que dulcemente salieron de sus labios. No estaba bien, estaba perfecto y su sonrisa enorme, mostrando la dentadura, era la prueba idónea de ello. Era su día.
Solo, por segunda vez, volvió a enfocarse en el espejo. Observó su pantalón negro, su camisa blanca ajustando su corbata para culminar alzando el pecho orgulloso, parando feliz. Sus pómulos resaltaron más ese día por la naturalidad de sus emociones que a flor de piel abrumaban a cualquiera que lo viese. Era un hombre feliz.

Lo imaginó de esa manera. Todo. Desde el suave piano que comenzó a sonar con su entrada, hasta los invitados llenos de familiares y amigos, colegas, compañeros, de todo. Él, Octavio, de pies frente al padre de ceremonia, escuchando cada una de las notas que del maravilloso órgano salían, acompañadas con el arpa, una melodiosa y angelical armonía. Todo. Era todo como se lo imaginó. Y entonces las puertas se abrieron callando el murmullo y deteniendo el respirar de su persona para cuando una figura en blanco desbordó la belleza de la vestimenta, iluminando el salón enorme con la sonrisa más bella que cualquiera hubiera visto, al menos así lo pensó Octavio.
Respiró, aunque juró que no podía, ante cada paso más cerca del altar su corazón aumentaba una revolución. Quería sonreírle, pero su cuerpo, su alma, su todo no lograba dar con la emoción exacta para que su cerebro transformase su rostro por completo. Elevó suavemente en varias ocasiones las comisuras de sus labios, alanzando las cejas. No podía, se recriminó, que ese fuese el rostro cuya amada viese una vez llegar, por lo que sonrió, no falsamente, no, al tenerle a unos cuantos escalones lo comprendió. Era el amor de su vida. Su piel achocolatada tan dulce, tan pura y bella como nunca se imaginó, se dejaba ver por los hombros y el pecho. Su rostro, desgraciadamente, fue cubierto por un velo, pero podía atinar a cada una de sus facciones hasta con los ojos cerrados. Sus ojos, suspirando los encontró, de color avellana, amargos cuando la tristeza les inundaba, pero tan dulces cuando la calma llegaba a ellos. Era perfecta, se repitió en su cabeza, no por su belleza, no por su figura, sino por ser ella.
La observó subiendo un escalón y sintió su mundo llenarse de colores. El siguiente le hizo olvidarse de toda la gente. El penúltimo le hizo estar ansioso de tomarla entre sus manos y el último, sin distancia suficiente para separarlos, lo hizo posible. Estaban juntos, como lo habían estado desde la universidad. El día anterior lo habían estado por igual, pero esa mañana fue diferente.
Quería hablar, decirle todo lo que tenía que decirle, pero sus palabras no lograban salir y, además, el padre comenzó a recitar su mandato. No puso atención, le fue imposible teniendo a la mujer de su vida a un costado tomando su mano tan fuerte que juraba que sus nudillos habrían adaptado un tono blanquecino poco común. Él no era diferente, apostaba que al soltarse sus manos estarían adoloridas y tendrían que meterlas a hielos para calmar el ardor, pero no importaba. Todas las imperfecciones del día perfecto eran nimiedades.

Marvel's The Spectacular Spider-man IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora