Desperté con la costumbre de ir al baño, pero al ver que las paredes no eran las de mi departamento, supe que en aquel baño no iba a encontrar mis pastillas. Me senté con trabajo sobre el sofá en el que estaba recostado. Aunque lo tenía como un recuerdo un poco difuso, sabía que estaba en casa de Jepha, y que él finalmente me había dejado en paz cuando se convenció de que no iba a quedarme dormido para siempre. A diferencia de mi departamento, la sala de Jepha estaba completamente iluminada por la luz tardía de la madrugada; aún no amanecía, pero estaba a punto. Me toqué el pecho, estaba sudando. Me vi las manos, me temblaban.
Escuché pisadas perrunas y luego vi a Ziggy subirse al sofá mientras hacía ruidos nasales para que lo acariciara. Estiré las manos y rasqué la parte trasera de sus orejas. Movió la cola. Yo sentía la saliva llenarme la boca. Ziggy se estiró para lamerme la cara, mientras terminaba de tirarse encima mío. Sonreí, pensando en que era un perro muy pesado. Luego intenté quedarme ahí para eventualmente conciliar el sueño, al menos hasta que Jepharee se levantara, pero con las nauseas y el cuerpo cortado no iba a poder lograrlo. Opté por quedarme en el sofá con Ziggy para no pensar en las nauseas, y cuando la luz del sol comenzó a llenar el cuarto, tanto la ansiedad como las ganas de vomitar me ganaron y tuve que levantarme para ir al baño. Ziggy me siguió hasta el pasillo, pero después se desvió a otro cuarto.
A pesar de que dejé la puerta del baño abierta, Jepharee tocó dos veces el marco de madera, mientras yo seguía dando arcadas sobre el retrete. Sin alimento, cada espasmo me hacía pensar en que pronto vomitaría algún órgano.
—¿Quieres ir al doctor? —Negué ante su pregunta, con el rostro aún metido en el inodoro. Me incorporé cuando mi cuerpo supo que no había nada qué devolver. Me sentí muy cansado, y me dolía el abdomen. Jepha se acercó a ayudarme cuando hice el ademán de levantarme, tomándome por el brazo. Estando tan cerca de él pude ver su rostro de una forma muy nítida.
—Lo siento.
—Yo lo siento más — murmuró. Sus ojos miel, unos ojos que no eran verdes. Me soltó el brazo. —Dime la verdad, Bert, ¿es en serio que ya habías estado así antes? —Además del dolor, sentí una repentina vergüenza.
—Muchas veces. —Bajé la mirada. Si era necesario cambiar de terapeuta, también era necesario cambiar de Jepha. —Perdón por despertarte.
—No fuiste tú, fue Ziggy. —Me alejé de él para bajar la cadena del retrete. Pensé en Gerard y me entró una enorme urgencia por salir de ahí.
—M-me tengo que ir. —Hice el ademán de pasar a un lado de Jepharee para salir del baño, pero él uso su cuerpo para bloquear la entrada.
—¿Cómo se llama tu novio? — La pregunta me coloreó toda la cara. Pensé en empujarlo para salir corriendo.
—Gerard. — A diferencia de todas las otras veces, percibí mucha dureza en el rostro de Jepha. Ya no le caía bien.
—¿Él te dio las pastillas?
—D-de verdad tengo que irme, Jeph. — Él no se movió, y yo me sentí muy frustrado. No lo vi al rostro porque eso significaba que debía responderle. Pensé en que parecíamos dos perros a punto de atacarse, y nos quedamos así durante segundos y segundos, hasta que él terminó por hacer el cuerpo levemente a un lado, sin dejar de verme con aquella terrible fijeza. Me escabullí cual cucaracha por el pequeño espacio entre su persona y la puerta. Llegué a la sala sin que él me siguiera, me puse los tenis tan rápido como pude, y caminé a la entrada principal con mi mochila en la mano. Ziggy intentó seguirme, pero le cerré la puerta al mismo tiempo en que salía.
•
Gerard estaba en la sala viendo la televisión cuando entré: estaba envuelto en una manta, y había una almohada a un lado suyo. Me sentí extrañado, Gerard nunca se quedaba a dormir en el sofá. Dejé la mochila en el sillón de a un lado y caminé al baño sin saludarlo. Para mi sorpresa, lo escuché abandonar el sofá y seguirme. Entré al baño y abrí el gabinete del espejo, Gerard se detuvo en el marco de la puerta, igual que como había hecho Jepha.
—¿Te sientes mal? — Preguntó. Me detuve antes de tomar mi frasquito y volteé a verlo. Ambos queríamos llorar o salir corriendo de ahí. Asentí con la cabeza, luego sentí ganas de abrazarlo. —Estoy terminando una película, podemos ver otra cuando acabe. —Fijó la mirada en un detalle de la perilla.
—Está bien. —Gerard se acercó y me abrazó por la espalda, recargando su frente en mi hombro.
—¿Te quedaste a dormir en el parque? — Sin alejar su agarre, saqué dos pastillas de mi frasquito. Quedaron cuatro. Gerard acomodó su mentón en mi hombro, y me vio devolver el bote al gabinete. Pensé mi respuesta: No.
—Sí. —Quise inclinarme para tomarme las pastillas con el agua del lavabo, pero no quería que Gerard se alejara. Él debió intuir mi deseo, o sólo ya no quiso abrazarme, porque me soltó. Me apresuré a tomarme las pastillas. Casi como por arte de magia dejé de pensar en mis náuseas y mi ansiedad.
—¿Viste al perro rayado? — Me di la vuelta para encararlo, pero no lo vi al rostro. Sus manos tomaron las mías. Sus dedos blancos, largos, y sin tatuajes.
—Sí.
— ¿Y con el dueño nunca has hablado?— Pense en que ya no iba a hablarle más a Jepha, y eso significaba que entonces nunca habíamos hablado.
—No. —Su mano derecha subió y empujó suavemente mi mentón hacia arriba para que lo viera al rostro: iris de un color verde pantano, ojos esmeralda, otra piedra muy distinta al ámbar.
—¿Y por qué te saludó el otro día? — Me pregunté si Frank estaría durmiendo en nuestro cuarto.
—No sé. — Por un segundo quise apretar los ojos por si me metía una bofetada, sin embargo, sólo lo vi pasear su mirada por mi rostro: sobre mis ojos y mis labios, sobre mi mentira y mi malestar. Luego, un besito, de esos suavecitos, sobre mis labios.
—¿Cuál película quieres ver? —Pensé en The Pianist o The boy in the striped pajamas, en Titanic o en Brokeback Mountain.
—La que tú quieras. —Intenté sonreírle con gusto, pero la mueca se me deshizo antes.