Diecisiete.

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—¿Cuánto falta? ¿Cuánto falta? ¿Cuánto falta? —pregunté como un niño pequeño para molestar a Daniel

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—¿Cuánto falta? ¿Cuánto falta? ¿Cuánto falta? —pregunté como un niño pequeño para molestar a Daniel.

Estábamos yendo a casa de mis padres a último momento. No es que llegásemos tarde, pero mis padres no estarían muy feliz de ver que no llegábamos.

Daniel esbozó una sonrisa de boca de cerrada y subió el volumen de la radio para opacar mi voz, haciéndome carcajear con fuerza.

Canté al ritmo de la melodía, viendo los edificios pasar a través de la ventana.

Estaba oscuro por la carretera y lo único que iluminaban las calles eran las luces que provenían de las hogareñas casas y algunas parpadeantes farolas.

Las estrellas brillaban más que nunca, creando un ambiente agradable, acompañado junto a la suave brisa nocturna y una ligera llovizna. Era un momento pacífico y lleno de felicidad.

Sin embargo, algo oprimía mi pecho; la incesante sensación de que estaba haciendo algo mal, pero no estaba seguro de qué. Decidí que la mejor opción era ignorarlo temporalmente, pues ya podría encargarme más tarde.

Mi teléfono sonó. anunciando una llamada y haciéndome resoplar. Le bajé el volumen a la radio y respondí sin siquiera mirar el contacto, porque seguramente ya sabía quién era: mi madre.

—Mamá, ya estamos por llegar —dije, pero a través de la línea solo se escuchaba una respiración entrecortada junto al repiqueteo de las gotas de agua contra el suelo—. ¿Mamá?

No respondió.

Bufé, a punto de colgar, pensando que era una broma telefónica, hasta que alguien habló.

—¿Tyler? —murmuró aquella voz, amortiguada por el sonido de la lluvia.

¿En qué momento había comenzado a llover con tanta fuerza?

Tragué saliva.

—¿Elián? —susurré.

Daniel alzó una ceja, aún mirando la carretera.

—Yo... Creo que te necesito.

—Ya te dije que no somos amigos —repliqué con un hilo de voz.

—N-no lo entiendes, Ty —jadeó—. Eres el único que puede ayudarme.

—¿Estás borracho? —Fruncí el ceño.

—¿Ojalá? —soltó una risilla.

—No seas imbécil y vete a casa a descansar.

—La cosa es que... no me puedo mover.

—¿Y cómo me has llamado entonces? —cuestioné sarcásticamente.

—Te tengo como contacto de emergencia, en marcado rápido, no sé... —Su voz cada vez sonaba más bajita.

—¿Por qué no te puedes mover?

Francamente, me gustas © ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora