4

11 9 3
                                    

Mi dulce artista:

El jardín me ha puesto esta mañana una trampa para que tenga sobredosis con tus recuerdos. Y es que, aunque los columpios siguen en el mismo sitio, el césped ha crecido mucho bajo ellos; tropecé con montones de esa hierba, caí al suelo y lloré con una sonrisa minúscula producida por tu rostro en mi mente.

Nada parece lo mismo desde que mi padre te prohibió trabajar aquí; a nadie le importan las plantas y el césped, ni las flores marchitas y muertas que caen al suelo. Es como en la guerra ¿sabes?, todo lo verde que queda en este jardín solo hace lo que puede por sobrevivir.

Sobre la frialdad de tierra húmeda y rocío, volví mentalmente a la tarde en que te conocí; la tarde en que te vi por primera vez, mejor dicho, porque me tomó mucho más que ese primer encuentro para llegar a conocerte.

Me recuerdo tropezando con hierba seca y ramas de árboles que ayudabas a lucir mejor; te recuerdo mirándome confundido, escogiendo en tu cabeza las palabras correctas.

No habían palabras correctas para mí en ese momento; eran tu hierba y tus ramas, también era tu culpa que cayera. Eran mi arrogancia y mis nervios, también era mi corazón vibrando distinto.

No solía tener ese tipo de reacciones con otros chicos, no hasta ese instante en que tus comisuras se elevaron lo suficiente para hacerle sentir un leve mareo a mi cordura. Y seguí pensando en ti el resto de la tarde: en tus ropas desaliñadas, en tus manos rudas, en tu cabello sucio, en tu sonrisa capaz de disminuir mi ego.

Me habitué a observarte cuando no veías, eras un tanto distraído al trabajar y eso me hacía sonreír embelesada. Incluso me aventuré a hablarte algunas veces y, confieso, mi actitud contigo en aquel entonces no era en absoluto genuina. Por dentro me moría de ganas de hablarte de mí, de mis sueños, mis miedos, mi vida; y averiguar todo lo que escondías en tu mirada.

Pero la gente siempre ve lo que está mal, siempre juzga lo incorrecto, siempre condena lo prohibido.

Un día, mientras te veía recoger los utensilios de jardinería a través de la ventana de mi alcoba, solo podía cuestionarme una y otra vez...

¿Por qué mi calendario solo llegaba hasta el 16 y seguía pareciendo una niñita?

Y tú... ¿por qué cargabas 20 años sobre tu piel y ante mí eras todo un hombre?

Uno con el que no podía soñar una niña cómo yo, uno al que me obligaba a sentir distante.

Quizás era simple miedo a adaptarme, a terminar amando lo bonito que latió mi corazón al verte haciendo arte con las rosas y lo mucho que podía admirar yo ese arte.

Quizás era simple miedo a adaptarme, a terminar amando lo bonito que latió mi corazón al verte haciendo arte con las rosas y lo mucho que podía admirar yo ese arte

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
𝐆𝐢𝐫𝐚𝐬𝐨𝐥𝐞𝐬 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐮𝐧 𝐬𝐨𝐥𝐝𝐚𝐝𝐨 𝐝𝐞 𝐩𝐚𝐩𝐞𝐥 ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora