Seis.

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Había algo roto en mí. Eso era seguro.

Pero esa es la cuestión de la que nadie habla nunca. Una persona se puede acostumbrar a las heridas después de que son recurrentes. Y en cuanto uno se deja acostumbrar, también se deja transformar.

Así de retorcida era la realidad.

Mi padre, quién siempre había sido un padre ausente, borracho y díficil de tratar, se había ido cuándo yo tenía apenas diecisiete años. Con una mujer más joven, apenas seis años mayor que yo. Un suceso que dejo a mi madre devastada y quebrada, por el resto de su vida.

Un dolor que crecí observando a la distancia. Por las aberturas de las puertas y ventanas. Un dolor que me gustaba espiar. Y no por gusto. Sino por miedo.

Los primeros meses luego de que mi padre se fue, me dedique a espiar a mamá. A cuidarla a la distancia. Cada que ella se sentaba a ver sus programas de televisión con una botella de vino, o que se tardaba mucho en la ducha, o que dormía hasta tarde. Era una espia profesional, pero por el mero miedo de que mi madre se dejara ahogar en su propia depresión. Siendo solo una vez en toda esa temporada, en la que me permití relajarme y salí a la tienda a comprar un bote de helado para mí y mi hermana. Y al llegar a casa encontre a mi hermana llorando frenéticamente a la par de sus golpes en la puerta cerrada y atrancada del baño. Acto seguido; la ambulancia llegó unos minutos después y pudieron rescatar a mamá. Quién se había intentado suicidar en la tina.

Pero no habían podido rescatarnos a nosotras.

Mamá pasó un año, casi dos, en un hospital psiquiátrico para tratar su depresión y estrés post-traumático. Esto para poder "sanar" y probar que aún podía ser una madre para nosotras. Y nosotras, bueno, pasamos todo ese año y medio en casa de la abuela. Quién tampoco era una figura muy presente;

"Hay comida en el horno. En el refri. En la estufa. Voy al bingo. A una merienda. Por ahí" eran sus monologos diarios.

Y fue entonces cuándo lo experimente por primera vez. Estando recostada en el colchon, con la espalda arqueada y en posición fetal. Cuándo comencé a sentir una presión en el pecho. Y un sentimiento raro que lo acompañaba. Una melancolía. Algo estaba mal. ¿Pero qué? ¿Qué me ponía tan triste y preocupada?

Nunca lo supe. A pesar de prestarle la atención necesaria y buscar las respuestas en mi mente. ¿Qué me provocaba este sentir?

No lo descubrí. Y claro, cuándo no encuentras respuestas, lo que comienzas a buscar son salidas.

Fue entonces cuándo, después de buscar la salida en nuevos pasatiempos, en libros, en la televisión y en atiborrarme de comida, encontre la verdadera salida. Lo que de verdad rellenaba el vacío dentro de mí.

La atención.

Acto seguido; la historia sobre cómo hice que el novio de mi mejor amiga de la preparatoria la engañara, conmigo.

Pero claro que en su momento nunca lo tuve claro, como ahora. Que se que probablemente este vacío que siempre intentó llenar es más bien una herida de la infancia. Una grieta que yo no provoque, pero si de la cuál tengo que hacerme responsable.

Mediante fui creciendo y estuve en la universidad, comencé a buscar rellenos diferentes; hubo un tiempo en el que enfoque mi ansiedad a mantener un alrededor realmente limpio. Y estaba obsesionada con el orden y la limpieza. Luego me harté. Procedió a tener una obsesión con mi aspecto físico y mi peso, por lo que deje de comer. Habiendo días en dónde comía apenas y dos manzanas y seis litros de agua. Luego lo varié un poco, comería mejor pero me ejercitaría como loca. Hasta que evidentemente preferí llenar el vacío con comida. Dulces. Chocolates. Y tuve mi época de rechoncha.

Debajo de su Almohada.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora