XXII: Omar (II)

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—Señor Rubio, ¿tiene tiempo? Quisiera hablar con usted.

La voz tras de mí sonó familiar y me giré para corroborar que se trataba de él, sentí un ápice de esperanza, pese a lo que su rostro reflejaba. Aquel día abandoné el consultorio de mi cardiólogo luego del chequeo mensual donde volvió a aconsejarme llevar una vida tranquila, libre de estrés y preocupaciones, pero ¿cómo hacerlo?

Mi desasosiego por Kevin no había aminorado, pese al tiempo transcurrido y mis infructuosas visitas a la residencia. Aunque le pedí marcharse, volver a mi antigua vida: esa qué por años tuve antes de él, me resultaba aburrida, monótona e insuficiente.

Por primera vez noté lo que Mari intentó mostrarme durante mucho tiempo: mis hijos crecieron, cada uno tenía una vida en la cual enfocarse, apenas y nos veíamos por el celular. El trabajo ocupaba mi mente y traté de llenarme con ello, pero el estrés tampoco aportaba a mi recuperación, además terminaba cargado con los reproches de mi niña por no descansar.

Un par de veces traté de contactar a Konrad para formar algún plan, pero fue inútil, al principio por estar ocupado y luego fue imposible volver a hablar.

Oliver seguía enfadado y apenas me dirigía la palabra en el buró para asuntos laborales, Armando era quien iba a casa con mi nieta a visitarme o quedábamos para vernos y pasear con la bebé por algún parque. En palabras de mi yerno, mandaba a mi hijo a "tomar por culo" cada vez que lo dejaba solo para ir conmigo.

—No deberías buscarte problemas con Oliver, después de todo, es tu esposo —le dije una tarde. Su respuesta fue contundente:

—Y lo amo mucho, pero eso no lo vuelve menos gilipolla.

Reí fuerte ante su argumento. Así pasaba los días hasta que estos se volvieron semanas, un mes y luego otro. Durante el verano de aquel año regresaron a casa Mike y Mari e hicimos una parrillada de bienvenida, como de costumbre; una vez más la ausencia de Oli fue notoria, aunque agradecí al cielo que no contara a sus hermanos acerca de tal baja investigación; era consciente de que yo debía hablarles sobre mi verdad oculta, pero seguía sin atreverme, temía perderlos igual que a Oli.

—Papi, te he visto un poco triste los últimos meses, ¿sucede algo malo? —preguntó mi niña mientras limpiábamos los restos de la parrillada y negué en silencio con un intento de sonrisa, ella suspiró antes de volver a hablar— ¿Seguro? Papi, ¿y qué hay de tu persona especial? ¿Acaso rompieron y nunca me la presentaste?

Su pregunta me provocó una risa baja que se tornó amarga y murió casi enseguida cuando el recuerdo de Kevin surgió desde las sombras de mi mente. Evadí la mirada a mi hija y seguí tallando los restos luego de una profunda inhalación; el olor a carne ahumada y carbón me llenó.

Mari no dijo otra palabra, me abrazó por la espalda con mucha fuerza y a nada estuve de llorar, por fortuna logré contenerme, de lo contrario, ni cómo explicarle el motivo de mis lamentos. No volvería a ver a ese chico, pues lo último que supe llegó en palabras de su mejor amigo aquella mañana a finales de primavera:

Después de mi cita con el cardiólogo, toda esperanza de hallarlo volvió a volatizarse al aceptar seguir a Ricky para hablar en la cafetería del hospital. El rostro del chico se contorsionó en una mueca amarga, apenas cruzamos la entrada; aunque intentó fingir tranquilidad, era como si el colorido fluorescente predominante en la decoración moviera algo en su interior. Quizás un recuerdo triste. Tomamos asiento en la mesa más apartada para así evitar cualquier interrupción, pero permanecimos en silencio por largo rato o tal vez me lo pareció hasta, al fin, escucharlo:

—Señor Rubio —me dijo en un tono bajo y carente de toda emoción ni siquiera cruzó miradas conmigo—, ¿podría contarme qué pasó esa noche?

Lo contemplé en silencio por largo rato, sin comprender; entonces, Ricky elevó el rostro y pude ver sus ojos enrojecidos, brillaban como cristales por las lágrimas retenidas; aquella dolorosa imagen me provocó una sensación de vacío.

Un Sugar boy enamoradoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora